Los desastres tienen dos orígenes: los provocados por factores naturales y los que son resultado de factores sociales. Los fenómenos naturales son por definición inevitables, imprevisibles y ajenos a la voluntad humana. En cambio, los advenimientos sociales son causales, provocados y, hasta cierto punto, prevenibles.
Sigue al autor Luis Miguel Rionda en Twitter @riondal
La moderna tecnología de la protección civil no se basa en auspicios o adivinaciones, sino en la prospección de escenarios potenciales con base en evaluaciones técnicas previas y regulares. En esta área es esencial atenerse al principio de Murphy, que dicta: “si algo puede pasar… pasará”. La cuestión no es si determinado desastre puede pasar, sino cuándo, y a partir de esta convicción definir de qué manera el colectivo social puede estar preparado para la contingencia.
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En México hemos aprendido a la mala a ser previsores de las desgracias. Nuestro aprendizaje comenzó hace apenas 36 años, cuando nos azotó el sismo del 19 de septiembre de 1985. Centenas de estructuras mal construidas se vinieron abajo, y el precio en vidas humanas fue terrible. Desde entonces aprendimos el valor de la preparación ante los caprichos de la naturaleza, y en general existen recursos operativos, como el Plan DNIII y otros, que permiten enfrentar adecuadamente los desastres naturales.
En contraste hemos descuidado la vigilancia sobre los imponderables humanos, como la obra pública, que se sigue ejecutando con una pobre evaluación de proyectos, una deficiente supervisión de obra y una casi inexistente prevención y mantenimiento de los productos de infraestructura. Ejemplos abundan en nuestro país: puentes que se caen, carreteras que se hunden, construcciones que colapsan, escuelas que se cuartean, hospitales que se inundan… e instalaciones del Metro que se queman, se descarrilan o se caen…
Los desastres por obra pública mal ejecutada o mantenida son los más agraviantes. Con controles de calidad adecuados nunca deberían ocurrir. Pero la terrible realidad de nuestro país nos muestra que la obra pública sigue siendo el principal terreno donde campea la corrupción, el cohecho y las complicidades: una fuente de riquezas mal habidas para políticos inmorales. Se suma el hecho de que la supervisión sigue siendo blandengue o inexistente. El mantenimiento es la primera partida de gasto que es recortada o eliminada.
El afán de entregar obras antes de que culminen los periodos de ejercicio de los políticos le ha hecho mucho daño al país desde hace varias décadas. Las inauguraciones prematuras conducen a la improvisación y al “ahí se va”. Que el siguiente confronte las consecuencias. Esto desnuda la terrible falta de visión y de compromiso con la comunidad por parte de nuestra clase política, del partido que sea. Y las víctimas suelen ser ciudadanos humildes e indefensos, a los que se cosifica y revictimiza. Vergüenza lamentable.
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