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Descifrando el discurso presidencial

El presidente de la República ha operado una estrategia inédita de gobierno en México: todos los días dedica más de dos horas a un discurso presidencial la llamada conferencia matutina, en la que se plantean los temas más diversos: desde cuestiones relativas a la seguridad pública, a los precios de las gasolinas, iniciativas de ley que se impulsarán desde el Ejecutivo Federal, o canciones populares y opiniones personalísimas respecto de asuntos de todo tipo.

Puedes seguir al autor Mario Luis Fuentes en Twitter  @MarioLFuentes1

Desentrañar la complejidad de esta estrategia se encuentra, en primer lugar, porque no hay jerarquización de temas. Todos los asuntos que se abren a discusión en la llamada “conferencia mañanera” pareciera que tienen la misma relevancia, en tanto que merecen la atención y opinión del jefe del Estado Mexicano.

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En segundo lugar, comprender los mensajes del presidente se hace sumamente difícil porque, aunque es la tribuna de mayor publicidad en el país, sus mensajes no están dirigidos siempre a toda la población. Hay frases, posiciones y percepciones, que tienen destinatarios específicos; pero como el presidente no los hace explícitos, deja abierta a la interpretación y especulación a quiénes y con qué intencionalidad les está hablando.

Un tercer elemento de suma complejidad en el discurso presidencial, es que su construcción no obedece a una racionalidad instrumental; los mensajes que emite el Presidente siempre, desde una perspectiva weberiana, apelan a la dimensión emotiva, valorativa o tradicional, por lo que constituye un error entrar a la discusión en torno a si dice verdad o falsedades, pues aquello que se sitúa en el terreno de lo ético es prácticamente imposible de ser categorizado como verdadero o falso.

El problema de una narrativa así es que contradice el objetivo central planteado por el propio gobierno: construir procesos “comunicativos circulares”, donde los mensajes fluyan con eficacia y rapidez. Un pretendido esquema de diálogo donde hay una escucha simultánea y directa, y donde no hay mediaciones entre lo que el titular del Ejecutivo tiene qué decirle a la ciudadanía y también, la posibilidad de que, en contadas ocasiones, se dé una discusión, respetuosa y de altura, entre el Ejecutivo y los interlocutores que acuden a los eventos cotidianos de Palacio Nacional.

Por ejemplo, en las últimas semanas se ha registrado lo que, en varias columnas de opinión y editoriales de diferentes medios, se ha llamado como “un giro de radicalización” del discurso del presidente aún más hacia la “izquierda”, el cual tendría el propósito de alentar a las personas que le siguen y acompañan en su proyecto, para movilizarlos y avanzar decididamente hacia el proceso de “ratificación de mandato” y hacia la sucesión presidencial de 2024.

Frente a esa lógica discursiva, el reto que se ha identificado para los partidos opositores al del presidente, se encuentra en revertir o evitar la polarización; en enviar a sus militancias y simpatizantes mensajes claros sobre cuáles son las posiciones que se sostienen sobre temas estratégicos, y sobre todas las cosas, construir su propia agenda con base en proyectos de país, creíbles y viables para la ciudadanía en general.

El otro gran reto es que, mientras que en apariencia hay una comunicación que fluye como nunca entre el Ejecutivo y la sociedad, en realidad es uno de los periodos de nuestra historia reciente, en que es más difícil entablar un diálogo fructífero con la presidencia; porque en tanto que se ha construido una narrativa en la que solo caben “aliados” y adversarios”, quienes no forman parte de esos “frentes” carecen de mecanismos de interlocución para plantear los temas que, de manera legítima, requieren de la atención del presidente y de su gabinete.

Las demandas feministas; la carencia de medicamentos para niñas y niños con cáncer; la crisis medioambiental que enfrenta el país; el incremento en la pobreza; son todas agendas que requieren de un diálogo nacional que acerque posiciones y permita construir nuevas y más eficaces respuestas para construir el país de bienestar, poniendo primero a las personas más pobres, que el presidente ha puesto al centro del debate nacional desde hace varios años.

La cuestión de fondo es cómo salirse del esquema viciado en el que todo lo que cuestione la acción del gobierno es visto como malintencionado, interesado o ilegítimo; cómo romper con la lógica de “aliados y adversarios”, construida desde la Presidencia, pero también reforzada desde fuera de los muros del Palacio Nacional.

Hay quienes, sin estar de acuerdo con la presidencia, no tenemos ningún interés de ser oposición política al proyecto personal presidencial; pero eso no significa claudicar al derecho a disentir; a expresar ideas distintas; y a señalar los errores -que son muchos- del gobierno de la República.

El problema se encuentra en que haya la voluntad del presidente y su equipo a asumir al pluralismo democrático como una realidad palpable en México, y aceptar que incluso un debate paralelo, fuera de la disputa partidista, podría contribuir a potenciar aún más las capacidades del Estado para transformar estructuralmente muchos de los problemas que son urgentes de ser atendidos y resueltos.

Por ejemplo, el presidente fijó su postura respecto de lo que llamó “mafias” en las Universidades. Término a todas luces injusto, porque no es comparable de ningún modo, el actuar político y de intereses al interior de las instituciones de educación superior, con la actuación de los sicarios que asesinan, secuestran y desaparecen personas todos los días.

La desmesura lingüística no le conviene al país; más aún cuando viene del Ejecutivo Federal. Y reconociendo que es legítima la preocupación presidencial por el buen funcionamiento de las Universidades, lo que seguiría es cómo fortalecer a las Universidades públicas; cómo dotarlas de mayores recursos, de más presupuesto y de más capacidad para recibir y educar a todas y todos los jóvenes que aspiran un lugar en ellas, y para quienes no existe siquiera la posibilidad de acceso.

Los niveles de popularidad que mantiene el presidente le han llevado a pensar, a él y a su equipo cercano, que “no necesitan” dialogar con nadie; que el mandato popular expresado hace tres años en las urnas es suficiente para dirigir al país sin la reflexión compartida, sin escuchar a la crítica, y sin reconocer que hay voces legítimas y comprometidas con México que merecen y deben ser escuchadas.

El presidente ofreció pacificar al país y reconciliarnos; pero eso no se puede lograr sin una vocación mínima de escucha y sin un compromiso auténtico con una razón dialógica desde la cual aproximar posiciones y garantizar no sólo el derecho a disentir, sino también a contribuir a la construcción de un país más generoso e incluyente.

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Investigador del PUED-UNAM

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