por Roberto Castellanos
Los retos que enfrenta la agenda para el cumplimiento de los derechos de la infancia y la adolescencia en México son variados, pero el principal es sobre todo uno: la carencia de una auténtica agenda compartida. Para ser más preciso, se encuentra desdibujada y, en el mejor de los casos, dispersa en un entramado institucional de programas y actores gubernamentales y sociales que buscan atender, con diferente grado de profundidad y eficacia, los derechos de la niñez mexicana para hacerlos exigibles
Una agenda de políticas y derechos, en casi cualquier tema, debe tener explícitos al menos cinco elementos básicos: 1) prioridades y objetivos; 2) programas y actividades en los que se materialicen aquellos; 3) la participación de diferentes actores, tanto gubernamentales como de la sociedad civil; 4) recursos; y 5) un marco institucional que incluya normas y reglas mínimas de coordinación, responsabilidades, y mecanismos de implementación y de rendición de cuentas, incluyendo elementos básicos de información para la toma de decisiones. Un asunto clave es que para conformar una agenda con perfil definido, ninguno de estos elementos puede funcionar de forma aislada. Deben estar articulados en una lógica y estrategia propias, de carácter sistémico, idealmente vinculados a un proyecto nacional y de desarrollo más amplios. Es a partir de estos criterios generales, que me parece caracterizan a una agenda de derechos y políticas, que considero que resulta un desafío identificar la existencia de una auténtica agenda para el cumplimiento de los derechos de la infancia y la adolescencia en México.
El desdibujamiento de esta agenda supone, por otro lado, que se despliegue un esfuerzo social constante para su construcción, con iniciativas variadas y no siempre articuladas entre la sociedad civil y el gobierno. Ilustro el argumento. En 2003, el gobierno federal coordinó la elaboración de un programa, que se constituyó en una agenda, para construir un “México apropiado para la infancia y la adolescencia”. El Programa de Acción 2002-2010, como se le nombró, estableció una agenda detallada que enfatizó la importancia de la coordinación intersectorial e interinstitucional, entre organismos y órdenes de gobierno, y con actores no gubernamentales. La creación del Consejo Nacional para la Infancia y la Adolescencia buscó materializar parte de esta visión interinstitucional del programa de acción. En 2010, Unicef México presentó el informe Los derechos de la infancia y la adolescencia en México. Una agenda para el presente, en el que retoma un buen número de los planteamientos que ya se habían propuesto en el Programa de acción 2002-2010, incluyendo la importancia de la transversalidad y la coordinación interinstitucional. No es que el informe de Unicef México de 2010 haya sido una reedición de la agenda planteada a inicios de la década pasada. Nada más lejos de la realidad. Se trata más bien de esfuerzos reiterados y recurrentes por construir una inacabada agenda para el cumplimiento de los derechos de la infancia y la adolescencia.
Es cierto que las agendas públicas sobre cuestiones sociales son ejercicios en movimiento, dinámicos y cambiantes. Suponen un proceso en el que participan múltiples actores. Las agendas compartidas van transformándose y ajustándose porque las sociedades mismas y los problemas sociales que abordan también cambian, pero una cosa son los ajustes necesarios de una agenda de políticas y derechos, asociados a la transformación de la realidad social que atiende, y otra muy diferente es construir reiterada e inacabadamente esa agenda.
El asunto es sustancial si se considera que hay una multiplicidad de ámbitos que obstaculizan la posibilidad de que niñas, niños y adolescentes ejerzan los derechos que la Convención de los Derechos del Niño y la Constitución mexicana les garantizan y que en diversos frentes, como el trabajo infantil, la trata, la atención a la población infantil indígena o la participación de los niños en la toma de decisiones, les afectan. Estos problemas son difíciles de enfrentar sin acción colectiva, involucrando al Estado, a la sociedad civil organizada, a las empresas, las comunidades y las familias.
¿Por qué ocurre este desdibujamiento que redunda en una suerte de permanente esfuerzo de construcción de la agenda de derechos de la infancia? En las siguientes líneas planteo algunas respuestas, acaso tentativas. Se trata de asuntos que también pueden verse como desafíos que en sí mismos deben formar parte de una agenda mínima compartida para garantizar el ejercicio de los derechos de la infancia y la adolescencia en México.
1. A pesar de los muy plausibles esfuerzos de sociedad civil, Unicef y del IFE, entre otros, para abrir espacios a la participación de la infancia y adolescencia en México para conocer su sentir sobre lo que les importa y cómo ejercen sus derechos, las niñas y los niños no votan por partidos políticos y no se organizan para incidir en la agenda pública. A pesar de representar 34.9% de la población total del país (I), la infancia y adolescencia no es estrictamente un actor en el sentido politológico del término, con intereses reconocidos y capacidad de influir en la agenda y en los temas que les afectan. Su incidencia requiere necesariamente de la intermediación de otros actores, como organizaciones de la sociedad civil (OSC), organismos autónomos o internacionales, y de la autoridad que los reconoce, para interpretar su sentir, intereses y prioridades, y hacerlos parte de la agenda pública. Este no es un argumento para reducir la edad del voto (en lo absoluto), sino un reconocimiento de que existe un necesario elemento de representación pública de la infancia y la adolescencia, de las dificultades y oportunidades que ésta puede suponer para los derechos de la niñez y de los retos que implica para la agenda de derechos de la infancia. Es también un argumento a favor de la construcción de una agenda compartida que pueda integrar de forma coherente la diversidad de perspectivas que ayuden al cumplimiento de los derechos de la infancia.
2. Inversión pública de calidad. La inversión pública en la infancia representó en el periodo 2008-2011, en promedio, poco más de 30% del gasto programable federal (incluyendo el fondo de aportaciones a estados y municipios) (II), monto que luce adecuado si se considera que la población menor de 18 años de edad representa 34.9% de la población total. No obstante, se trata de una valoración demográfica poco ilustrativa de la efectividad de la inversión pública en el cumplimiento de los derechos de la infancia en el país. Una mejor medida sobre la calidad de la inversión pública es la que ofrece el Índice de Desempeño de los Programas Públicos Federales (INDEP), un indicador sintético que permite saber en qué medida 163 programas públicos federales (en la edición 2012) tienen un diseño programático adecuado, metas claras y pertinentes y atienden a la población beneficiaria a la que van dirigidos los programas (III).
Un análisis de esta herramienta ciudadana, y específicamente de los programas federales dirigidos a la infancia o a agentes que actúan en su favor, muestra que 15 de estos programas tienen niveles de desempeño óptimo o con alto potencial, incluyendo a programas como el Seguro Popular (IV), Escuela segura y Escuelas de calidad; al menos cuatro programas están clasificados como de nivel de desempeño escaso o mejorable, entre los que están Apoyo alimentario y Habilidades digitales para todos; y destaca que 10 de estos programas se ubican en un nivel de dispersión u opacidad, es decir, no se sabe si cumplen sus metas, cuál es la cobertura de beneficiarios que tienen, ni ofrecen información sobre la calidad de su diseño. Según el INDEP Liconsa, IMSS-Oportunidades y las Caravanas de la Salud son programas que se encuentran en este último grupo. Incluso asumiendo un contexto de recursos públicos suficientes para atender a la población infantil del país, la falta de calidad en el ejercicio de esos recursos es un obstáculo para el efectivo cumplimiento de sus derechos. La incapacidad de diseñar e implementar programas que traduzcan los (escasos) recursos públicos en acciones con resultados a favor de la infancia también contribuye a preservar, reiteradamente, temas no resueltos en la agenda pública sobre los que se debería estar avanzando si hubiera una mejor calidad del gasto.
3. Una sociedad que aún no reconoce a los niños como sujetos de derechos. A casi 24 años de que el gobierno mexicano ratificara la Convención sobre los Derechos del Niño, y a 13 años de la publicación de la Ley para la Protección de Niñas, Niños y Adolescentes en México, sólo 60% de la población del país opina que las niñas y los niños deben tener los derechos que la ley les garantiza y 30% considera que los niños no tienen derechos porque son “menores de edad” (V). A pesar de la más reciente reforma legal en materia de derechos humanos que estableció en la Constitución mexicana el interés superior del niño como criterio y guía principal para toda decisión y acción pública que involucre a niños y adolescentes, la sociedad mexicana está lejos aún de reconocer de forma extendida que los niños tienen derechos, que éstos son centrales para su desarrollo integral, que la ley se los garantiza y que la autoridad está obligada a velar por que se cumplan. Este hecho es clave para mejorar la participación de los niños y adolescentes en las decisiones que les afectan, es decir, para crear entornos favorables en escuelas, familias, hospitales, y otros espacios y procesos decisorios colectivos para garantizar que puedan ser escuchados y tomados en cuenta.
Este representa sin duda un serio desafío para la conformación de una agenda compartida para el cumplimiento de los derechos de la niñez mexicana. Al mismo tiempo, toda agenda que se construya a favor de la protección de los derechos de la infancia debería incluir un amplio esfuerzo para que la sociedad mexicana reconozca la importancia de los derechos de los niños y adolescentes y de su cabal ejercicio.
4. En años recientes han emergido problemáticas sociales con tal magnitud y fuerza que han desbordado las capacidades de la sociedad mexicana y de las autoridades para procesar su alcance, impacto y efectos en la infancia, específicamente en su derecho a la vida y a vivir libre de violencias. Según datos de la Red por los Derechos de la Infancia, entre 2007 y 2010 la tasa de mortalidad por homicidio en la población de 15 a 17 años de edad casi se triplicó, pasando de 5.3 a 14.4 homicidios por cada 100 mil adolescentes en esas edades (VI).
Un conteo hemerográfico hecho por la misma organización indica que entre enero de 2010 y octubre de 2012 han fallecido 598 niños, niñas o adolescentes por causas violentas, presuntamente vinculadas con la lucha contra el crimen organizado. La irrupción de la violencia asociada a la delincuencia organizada y a su combate ha provocado en la sociedad mexicana una creciente atención en la agenda pública al tema de seguridad, sin atender suficientemente aún el impacto específico de este fenómeno en la infancia y la necesidad de enfrentarlo no sólo desde la atención a la inseguridad y el crimen, sino también desde la perspectiva de la protección de los derechos de la infancia que se ven afectados por el incremento en la violencia.
Además, el acento casi exclusivo en la violencia asociada al crimen organizado ha dispersado la atención pública sobre un conjunto más amplio y quizá sistémico de violencias que también afectan a la población infantil y a otros grupos vulnerables y que son precursores de otros crímenes, como la trata de personas. A este respecto, destaca un estudio de CEIDAS que señala que la población que vive en siete entidades del país (Chiapas, Guanajuato, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Puebla y Zacatecas) tiene un alto riesgo de ser víctima del delito de trata (VII). En ambos casos, la violencia y la inseguridad provocadas por el crimen organizado y la trata de personas son afectadas por la impunidad, que fomenta su invisibilidad y dificulta aún más su incorporación en una agenda compartida sobre el cumplimiento de los derechos de la infancia.
La agenda de los derechos de la infancia debe ser el resultado de un proceso en el que deben participar muchos actores, pero debiera ser sobre todo un mecanismo para que a partir de la definición de objetivos, prioridades, responsables, instrumentos de coordinación y de la rendición de cuentas, la agenda deje de ser un proceso en permanente construcción y se convierta en una herramienta colectiva para el aprendizaje social y primordialmente para el cumplimiento de los derechos de las niñas, niños y adolescentes de México.•
Notas y referencias:
I. INEGI, Censo de Población y Vivienda 2010, 2010, www.inegi.org.mx
II. Unicef, Inversión pública en la infancia y la adolescencia en México 2008-2011, 2012, www.infoninez.mx
III. Gestión Social y Cooperación, AC., Índice de Desempeño de los Programas Públicos Federales 2012, 2012, www.indep.gesoc.org.mx
IV. No obstante, hay que advertir que poco más de 37% de las y los niños indígenas mexicanos carecen de algún tipo de protección para la salud y sólo 42.5% de las niñas o los niños menores a tres años pertenecientes a un grupo indígena cuentan con derechohabiencia. Raphael De la Madrid, Ricardo (coord.), Reporte sobre la discriminación en México 2012. Introducción general, 2012, CIDE y Conapred.
V. Conapred, Encuesta Nacional sobre Discriminación en México, Enadis 2010, 2011, www.conapred.org.mx
VI. Red por los Derechos de la Infancia en México, La infancia cuenta en México 2012, 2012, www.infanciacuenta.org
VII. CEIDAS, Índice mexicano sobre la vulnerabilidad ante la trata de personas, 2010, www.ceidas.org.mx
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