En la historia de la filosofía antigua, Dicaearco de Mesene (c. 350 – c. 285 a.C.) es una figura que se mueve con elegante ambigüedad entre los registros de lo ético, lo político y lo estético.
Un Artículo de: México social/ Saúl Arellano
Discípulo directo de Aristóteles y contemporáneo de Teofrasto, este pensador peripatético destacó por su extraordinaria versatilidad intelectual, abarcando desde la geografía y la política hasta la música y las cuestiones más sublimes de la experiencia humana. Sin embargo, es en sus reflexiones sobre la estética, el arte y la belleza donde se percibe, con mayor nitidez, su esfuerzo por trazar un mapa de las proporciones del espíritu humano.
Nacido en Mesene, en la región del Peloponeso, Dicaearco fue contemporáneo de una Grecia en plena transformación. La conquista de Alejandro había diseminado los ideales helénicos a lo largo del vasto mundo conocido, pero también había fragmentado las certezas éticas y estéticas que habían guiado a la polis clásica. Fue en este contexto donde Dicaearco comenzó a forjar su pensamiento, influido profundamente por la lógica de Aristóteles, pero dispuesto a llevar las intuiciones de su maestro hacia territorios más humanos y accesibles, donde la filosofía debía convivir con la música, el arte y el discurso político.
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Para Dicaearco, la belleza no era simplemente una propiedad atribuible a los objetos, sino una calidad que emergía de las relaciones. Lo bello era, según su visión, una expresión de proporción y equilibrio, una armonía que se desplegaba no solo en las formas visibles del mundo, sino también en las estructuras invisibles del alma humana. En su obra perdida, Sobre la Vida, exploró cómo la belleza, tanto en el arte como en la vida cotidiana, no era un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar una existencia equilibrada. La música, la poesía y las imágenes no eran meras expresiones de lo estético, sino instrumentos para alinear al individuo con los ritmos del cosmos.
Su enfoque sobre la estética se entrelaza con su interés por la música y la armonía. Según los fragmentos que nos han llegado a través de autores como Porfirio y Ateneo, Dicaearco consideraba que la música era el arte que mejor expresaba las proporciones subyacentes del universo. La belleza musical, para él, era una especie de eco del orden natural, una manifestación audible de las mismas leyes que gobernaban los movimientos de los astros. Esta visión resonaría más tarde en los escritos de Plotino y en la idea renacentista de la harmonia mundi.
La relación entre arte y política también ocupaba un lugar central en su pensamiento. Dicaearco veía en las artes un reflejo del estado moral de la polis, una especie de barómetro cultural que revelaba la salud ética y espiritual de una comunidad. En su tratado Sobre las Constituciones, argumentaba que una polis que promoviera el cultivo del arte y de la belleza en todas sus formas estaba más capacitada para alcanzar la justicia y la estabilidad. En este sentido, su pensamiento se anticipa a los ideales renacentistas que asociaban la belleza con la virtud cívica.
Sin embargo, su concepción de la belleza no era unívoca ni estática. Dicaearco fue quizás uno de los primeros en sugerir que lo sublime —ese concepto que mucho más tarde fascinaría a Edmund Burke y a Kant— también formaba parte de la experiencia estética. Aunque no utilizó el término “sublime”, sus escritos sugieren que entendía la belleza no solo como equilibrio y proporción, sino también como una experiencia que podía conmover profundamente, incluso sacudir al alma. Para él, la belleza podía ser tanto apacible como terrible, tanto luminosa como sombría, dependiendo del contexto y de la percepción del observador.
El legado de Dicaearco en la estética es, como en gran parte de su obra, fragmentario pero resonante. Sus ideas sobre la música como reflejo del orden cósmico influirían en la filosofía neoplatónica, mientras que su enfoque sobre el arte como vehículo ético y político hallaría eco en la Ilustración. Incluso su visión de la belleza como un fenómeno relacional anticipa debates contemporáneos sobre la interacción entre el sujeto y el objeto en la experiencia estética.
En la obra de George Steiner, encontramos una afinidad espiritual con el enfoque de Dicaearco. Ambos pensadores, separados por milenios, comparten una inquietud por las proporciones ocultas del alma y por los modos en que las artes revelan verdades que escapan a las categorías estrictas del discurso racional. Para Steiner, como para Dicaearco, el arte es una especie de lenguaje primordial, capaz de articular aquello que permanece más allá de las palabras.
En última instancia, Dicaearco de Mesene nos invita a considerar la belleza no como un atributo estático o universal, sino como un proceso, un devenir que conecta las formas visibles del mundo con las estructuras invisibles de nuestra humanidad. En su obra, aunque dispersa y a menudo eclipsada por la de sus contemporáneos, late una comprensión profunda de que el arte, la belleza y la música no son simples adornos de la existencia, sino sus proporciones esenciales.
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Bibliografía
- Diógenes Laercio. (S. III). Vidas de los filósofos ilustres.
- Ateneo de Náucratis. (S. II-III). El Banquete de los Eruditos.
- Porfirio. (S. III). Vida de Plotino.
- Long, A. A., & Sedley, D. N. (1987). The Hellenistic Philosophers. Cambridge University Press.
- Sorabji, R. (1991). Aristotle Transformed: The Ancient Commentators and Their Influence. Cornell University Press.
- Steiner, G. (1989). Real Presences. University of Chicago Press.
- Gutas, D. (2001). Greek Thought, Arabic Culture: The Graeco-Arabic Translation Movement in Baghdad and Early ‘Abbāsid Society. Routledge.