México es un país en el que la discriminación es un fenómeno normalizado y tolerado. Sin duda, sus efectos son catastróficos para las poblaciones en mayores condiciones de desventaja social, pero en realidad todas y todos hemos sido víctimas o hemos presenciado al menos un acto de discriminación en nuestras vidas.
Las personas hablantes de alguna lengua indígena o que forman parte de una comunidad indígena, las personas con alguna discapacidad, así como muchas de las personas extranjeras en situación irregular en nuestro país, enfrentan duros escenarios de rechazo, amenaza y hasta violencia de parte de la sociedad.
Lo mismo ocurre con niñas, niños y adolescentes, con las personas adultas mayores, con quienes están enfermos por el VIH-SIDA, o bien todas aquellas personas cuya apariencia no corresponde a lo considerado de manera generalizada como dentro de lo “normal”.
Las preferencias o la identidad sexual, las ideologías, las creencias religiosas o bien, diversas posturas políticas son vistas y asumidas con suspicacia, y con base en ello, quienes las sustentan o afirman son objeto de rechazo, de segregación o de agresión constante.
No es fácil vivir en un país con tan arraigada cultura de rechazo y agresión en contra de la diferencia; en ese sentido, la interpretación de la cuestión social, como sinónimo exclusivo de carencias objetivas de bienestar, debe incorporar la compleja agenda de la subjetividad, incluyendo como uno de sus ejes rectores el complejo fenómeno de la discriminación.
De acuerdo con todos los estudios de opinión pública que se han llevado a cabo en el país, las personas opinan que regularmente no les son respetados sus derechos por alguna de las causas señaladas; y perciben que, en efecto, de manera generalizada hay grupos de población históricamente discriminados.
Por otro lado, la mayoría de la población percibe que son la educación, el nivel socioeconómico y las creencias religiosas lo que más divide a las personas, y que en ese sentido lo que se requiere es una educación dirigida a promover una sociedad mucho más incluyente, respetuosa y tolerante de los demás.
Recientemente una persona perteneciente a una comunidad indígena fue literalmente sacada de una cafetería porque los propietarios creían que era una vendedora ambulante; lo juzgaron así por su vestimenta. Lo grave del caso es no sólo el estereotipo existente respecto de la forma de vestir, sino que por definición quien se dedica a la venta informal de cualquier tipo de mercancías es visto de inmediato como una amenaza a la que por definición debe rechazársele.
Ejemplos como este sobran y no hay una semana en la que la prensa, local o nacional, no registre un evento que evidencia y desnuda nuestra arraigada visión racista, clasista o de otras formas de intolerancia, reproduciendo así la lógica de la violencia y la exclusión social.
Frente a este pernicioso fenómeno, México Social propone en esta edición de diciembre un conjunto de textos que permiten poner en perspectiva la realidad de que el incumplimiento de muchos de nuestros derechos se debe fundamentalmente la intensa desigualdad que nos divide, así como a nuestra negativa a vivir solidariamente en igualdad, respetando nuestras diferencias.
Presentamos también un texto del profesor Bernardo Kliksberg, quien con enorme generosidad aceptó escribir un artículo exclusivo para México Social.
Sin duda, nuestro país necesita una profunda renovación cultural, y por qué no decirlo, también ética, que nos lleve a una verdadera transición del país intolerante e injusto que hoy somos, a uno donde la prosperidad y el bienestar puedan ser compartidos por todos.•