Nuestras imágenes cotidianas son cada vez más aterradoras: una madre reclama en medio de un llanto doloroso que su hija no merecía haber sido sepultada en la fosa común; otra madre, en la antítesis de lo que debe ser un Estado democrático sustentado en el imperio de la Ley, tiene que arrodillarse para suplicar que su hija sea rescatada de un secuestro.
Años atrás, el caso de Maricela Escobedo se configuró como el preludio de una siniestra historia de homicidios y desapariciones forzadas de niñas y mujeres adolescentes y de todas las edades. Su hija, Rubí Marisol Frayre, había sido asesinada y descuartizada en 2008.
Ella, Maricela, se dedicó a reclamar justicia. Denunció las amenazas que recibía a diario y advirtió que iría a hacer un plantón frente al palacio de gobierno de Chihuahua, para que ahí la asesinaran para vergüenza del gobierno estatal y de la nación en su conjunto. Y así ocurrió: su asesinato fue grabado por cámaras de seguridad y difundido en todos los medios nacionales y locales. Murió a causa de varios disparos arteros por la espalda.
Es una de las miles de historias de impunidad que a diario se escuchan en todo el país, lo cual ha tenido uno de los peores desenlaces -siempre temporales hasta que descubrimos un nuevo horror- en el descubrimiento de lo que se podría considerar, así de monstruoso como se escucha, un campo de concentración y asesinato sistemático en la cárcel de Piedras Negras, Coahuila.
Aquí es donde vale una digresión: en las narraciones míticas de la antigua Grecia se cuenta que los dioses eran inmortales, pero como lo señalan magistralmente Kirk, Raven y García Gual, entre otros, las entidades divinas nacían, aunque una vez nacidos, se transformaban en inmortales.
En la tradición judeo-cristiana, igual que en la mayoría de las tradiciones monoteístas, dios es concebido como un ser sempiterno y nonato; es omnipresente, omnisciente, perfecto e infinito. Es decir, todas las cualidades absolutas le son atribuidas.
Es aquí donde también vale la licencia metafórica, pues cabe preguntar qué clase de dioses son los que nos amparan, que permiten que todos los días nuestros muertos deambulen por el inframundo sin rostro y sin nombre. Por ello los griegos antiguos pagaban tributo a Caronte -el barquero- para que trasladara a sus muertos del otro lado del inframundo y no estuviesen condenados a deambular como anónimos en el Hades.
En nuestra tradición, quizá como dios no nació jamás, no tiene idea del dolor del parto y de la tragedia y desesperación que implica para una madre o un padre la pérdida de sus hijas o hijos, y menos aún del temor y temblor -retomando el título de Kierkegaard- que se experimenta al situarse en el abismo de la ausencia y la desaparición -en el sentido más literal- de una hija o un hijo.
Quizá por ello los dioses griegos eran, aunque más caprichosos y semejantes en las pasiones humanas, compasivos, y por ello ante el desfavor de unos, acudían otros al consuelo y en ocasiones hasta, lo que hoy pomposa y fríamente se llama, “la reparación del daño”.
La existencia de muertos sin nombre, sin rostro, sin voz, expulsados del mundo a la tierra del silencio más radical debe obligarnos a asumir una de nuestras más absolutas responsabilidades: olvidarnos de los dioses y convertirnos en seres plenamente humanos y, como quería Séneca, asumir una ética basada en la conciencia de la finitud y el respeto al prójimo.
Aun así, no es exigible para quien no nace y quien no muere comprender nuestros dolores y angustias, porque no son seres de este mundo. Así que más nos vale asumir que estamos solos, que los dioses han partido para siempre, y que es nuestra hora y nuestra tarea garantizar que todos, incluidos nuestros muertos, tengan, desde siempre y en la memoria, salvaguardada su identidad y su nombre.
@saularellano
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 4 de Agosto del 2016
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