por Pablo Díaz Meeks / Fabiola Leiva Cañete
En América Latina se puede constatar una paradoja inquietante, una paradoja que debiera incomodar especialmente a nuestros Estados nacionales y centralizados: habitamos territorios con una alta dotación de patrimonio cultural material e inmaterial, tenemos múltiples identidades y una rica diversidad biológica y, al mismo tiempo, las dinámicas de pobreza, desigualdad y exclusión posicionan a nuestra región como la más inequitativa del mundo
En América Latina se puede constatar una paradoja inquietante, una paradoja que debiera incomodar especialmente a nuestros Estados nacionales y centralizados: habitamos territorios con una alta dotación de patrimonio cultural material e inmaterial, tenemos múltiples identidades y una rica diversidad biológica y, al mismo tiempo, las dinámicas de pobreza, desigualdad y exclusión posicionan a nuestra región como la más inequitativa del mundo.
Como consecuencia de esta matriz de injusticias sociales, nuestros territorios se enfrentan a la ocurrencia e intensificación de diversos conflictos, disputas muchas veces asociadas precisamente al acceso y uso de esa riqueza biocultural.
Las dinámicas de pobreza, desigualdad y exclusión descritas para la región latinoamericana tienen también su expresión en México[1], especialmente en los territorios rurales donde habitan comunidades campesinas e indígenas[2]. Hablamos de los mismos territorios que lo hacen un país megadiverso, reconocido internacionalmente por su patrimonio natural y cultural[3], riqueza que ha persistido gracias a los habitantes rurales y que constituye la condición de posibilidad al menos de la actividad agrícola y la actividad turística, dos de sus ejes de desarrollo estratégicos.
Este escenario de desigualdad, cuya impronta histórica muchos autores la encuentran en el proceso colonial y su proyección en la conformación de las nuevas repúblicas, y que actualmente otros muchos la relacionan con nociones de desarrollo asentadas en un modelo de economía extractiva, somete a los territorios a altos impactos sociales y ambientales, muchas veces “sacrificando” zonas y espacios sociales y culturales en pos de un prometido beneficio nacional que no siempre llega al conjunto de la población.
La desigualdad está movilizando en toda América Latina a diversos actores sociales y políticos, especialmente a las comunidades locales afectadas por estas dinámicas, a levantar la voz y reclamar por el derecho a definir sus modos de vida, según su historia, su cultura y las formas en que cada colectivo se ha ido adaptando y por lo tanto reconfigurando el paisaje que habita.
Todo indica que este justo reclamo solo podrá hacerse realidad con la puesta en marcha de procesos de transformación en que las comunidades y los territorios, en tanto espacios socialmente construidos, tengan oportunidades de decidir sobre las visiones de desarrollo que tienen razones de valorar, y puedan proveerse de sistemas de gobernanza efectivos para su conducción.
La crisis ambiental, entendida no tanto como crisis climática sino como un estado de situación planetaria que nos pregunta radicalmente por nuestros paradigmas civilizatorios, parece alertarnos y presionar en favor de estos nuevos pactos de desarrollo.
México ha sido, probablemente junto con Colombia y Bolivia, uno de los países que puede identificarse como uno de los “centros de origen” de la noción de bioculturalidad. Lo anterior significa que es un nexo coevolutivo que une la deriva de una comunidad cultural y las múltiples expresiones de su diversidad cultural, con la biodiversidad que reconfigura y de la que es parte.
Así, se constituye un complejo biológico-cultural que hace de un territorio ese espacio único, por cierto no cerrado, pero donde se actualizan especificidades que no se pueden homologar automáticamente, cuestión que las políticas públicas debieran mirar con más atención.
De nuestra experiencia colaborando con territorios y diversos actores en la construcción de estrategias territoriales basadas en esta noción de diversidad biocultural[4] se desprende nuestra hipótesis que los procesos que reconocen, conservan y promueven la valorización de las identidades, la diversidad cultural y la biodiversividad, poniendo especial atención a los sistemas territoriales de conocimientos, así como la predisposición y habilidad de las comunidades locales por establecer nuevos pactos y alianzas multiactorales (es fundamental para nosotros el diálogo de saberes locales y externos, base de los procesos de creatividad e innovación territorial).
Estos son procesos que pueden aportar en estrategias sostenibles de desarrollo territorial, cambiando la lógica de acceso, gobernanza y gestión de los activos del territorio, en particular de los bioculturales.
De esta manera, junto con abrir nuevas oportunidades productivas fortaleciendo economías locales (a través de circuitos cortos o en relación con mercados sostenibles externos), dichas estrategias funcionan también como espacio de cohesión social, empoderamiento y acción colectiva, coadyuvando en procesos de defensa territorial y generación de alternativas.
En el inicio de un nuevo ciclo político y social en México, será clave que el Estado y los nuevos tomadores de decisión electos recuperen la confianza de las comunidades y los territorios en su rol articulador y facilitador de una sociedad justa y respetuosa de los derechos humanos, abriendo espacios de diálogo y aprendizaje que permitan obtener lecciones de todos aquellos procesos territoriales que hasta el día de hoy, con admirable capacidad de generación de conocimientos, innovación, flexibilidad y dignidad, sostienen modos de vida que armonizan, no sin dificultades y errores, el desarrollo humano en y con el paisaje que lo cobija.
Los autores son investigadores de Rimisp-Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural
[1] Entre 2006 y 2014, con el ajuste en la medición de la línea de bienestar, la población en pobreza de patrimonio pasó de 42.9% a 53.2% y en pobreza alimentaria de 14% a 20.6% (CONEVAL 2015). Esta tendencia contrasta con la caída de la incidencia de la pobreza multidimensional entre 2005 y 2012 en todos los países de América Latina.
[2] Éstas últimas con más de 12 millones de personas que representan más del 10% de la población, 51% de ella mujeres (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, CDI, 2014)
[3] México es el sexto país con mayor número de sitios (34) inscritos en la Lista del Patrimonio Mundial Unesco, y primero de América Latina. Entre ellos no solo están los reconocidos sitios y edificaciones con valor arqueológico, sino también patrimonio natural como el reciente reconocido Archipiélago de Revillagigedo en 2016, y el patrimonio mixto como la Antigua Ciudad Maya y bosques tropicales de Calakmul, Campeche. La gastronomía y el patrimonio agroalimentario también son reconocidos nacional e internacionalmente, este último en rostro de las chinampas, reconocidas por FAO dentro de los 36 Sitios Importantes de Patrimonio Agrícola Mundial (SIPAM).
[4] Con cierta distancia, hay que decirlo, de aquellas miradas en la región que atribuyen o asocian de manera exclusiva la dimensión “biocultural” al devenir de saberes y experiencias de los pueblos indígenas, muchas veces estereotipando o incluso bloqueando el poder inspirador y diseminador de dichos saberes tradicionales.