Uno de los grandes retos que tiene la sociedad civil frente a los procesos de construcción de políticas públicas es, a juicio de Joan Subirats, transitar de la incidencia a la disidencia. Lo anterior significa pasar de la capacidad de dialogar con los ámbitos institucionales para lograr incorporar temas relevantes en la agenda legislativa y de gobierno, a la capacidad de construir una agenda propia, con legitimidad y fuerza social y política suficiente para posicionarla y transformarla en disposiciones legislativas y de políticas públicas.
En el caso de los derechos de las personas no heterosexuales, lo que ha ocurrido es justamente lo segundo; la agenda de la diversidad ha logrado situarse en el ámbito de la disidencia, y se han conseguido avances relevantes, por ejemplo, el reconocimiento del derecho al matrimonio igualitario, y de manera incipiente, a que las parejas del mismo sexo adopten hijos.
La discriminación, lo documentó recientemente el Inegi, a través del Módulo de Movilidad Social Intergeneracional, es un factor que afecta gravemente las oportunidades para el desarrollo y el bienestar de las personas. En este caso, la discriminación sobre la cual se mostró su magnitud y alcances es la relativa al mundo laboral y del empleo.
Ya la Encuesta Nacional sobre Discriminación (ENADIS) había dimensionado otras formas y expresiones de la discriminación; por ello, lo deseable es que el Congreso destine los recursos suficientes para que el próximo levantamiento se lleve a cabo con nivel de desagregación estatal, y también recursos para fortalecer al Conapred y, en general, las políticas nacionales y estatales para combatir la discriminación.
En una sociedad democrática no pueden tener cabida los discursos y prácticas de odio; y por ello, todos: las instituciones públicas, el mundo empresarial, los medios de comunicación y la sociedad civil, estamos obligados éticamente a construir una nueva forma de entendimiento y cordialidad sustentados en los derechos humanos.
La identidad, orientación y preferencias sexuales de las personas deberían ser irrelevantes en el trato cotidiano; también debería serlo el color de la piel, del cabello, de los ojos, la identidad étnica o las creencias religiosas.
Vivir y convivir con base en estigmas, prejuicios y estereotipos es signo de una sociedad intolerante y excluyente; y, en consecuencia, como una sociedad en la que es imposible, en esas condiciones, construir un régimen de vida plenamente democrático.
Desde esta perspectiva, lo que debe asumirse desde las instituciones del Estado es la urgencia de colocar a la agenda de combate y erradicación de las prácticas discriminatorias en el centro de las políticas sociales. Debe entenderse que la discriminación no es una agenda marginal o accesoria para los gobiernos, sino que, por el contrario, constituye uno de los núcleos duros de la reproducción estructural de la pobreza y las desigualdades.
No es exagerado decir que, frente a la discriminación, plantarse como disidentes es un imperativo categórico. Esto significa que socialmente debemos asumir a la discriminación como intolerable; y que socialmente deben generarse costos políticos para quienes, desde la palestra pública, alientan o asumen posiciones discriminadoras, porque en esencia constituyen prácticas vejatorias de los derechos humanos.
Ningún gobernador, ningún presidente municipal, ningún legislador, ningún integrante del Poder Judicial merece el cargo si no tiene un compromiso abierto y probado con los derechos humanos.
Lo que es más: en la reforma electoral pendiente debe incluirse esta agenda y establecer sanciones, como la cancelación de candidaturas, a quienes promuevan discursos de intolerancia, discriminación, posiciones que reproduzcan estereotipos o prejuicios, y en general, posiciones abiertamente contrarias a los derechos humanos.
México y ningún otro país podrán convertirse en Estados de bienestar plenos, sin la erradicación de las prácticas discriminatorias. Millones de personas la sufren con efectos inmediatos en su psique y su emocionalidad; y también con efectos en el mediano y largo plazo, por la limitación o negación de sus derechos humanos.
Lo dicho, frente a la discriminación, no queda otra vía sino la disidencia.
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