De acuerdo con la evidencia científica de que disponemos, hace alrededor de 79 mil años hubo una gigantesca explosión de un volcán en lo que hoy es Indonesia. El efecto ecológico fue brutal y generó uno de los procesos de extinción masiva más extremos de los que se tenga registro.
Para la humanidad, la cual apareció hace apenas 200 mil años, las consecuencias fueron también extremas. De hecho, el consenso científico indica que el homo sapiens fue reducido a sólo unos cuántos miles de individuos, que lograron sobrevivir a la escasez y a las limitadas condiciones de existencia a que fueron sometidos.
Los efectos de este evento catastrófico, en términos de la herencia genética de la humanidad, son asombrosas, pues los estudios científicos han confirmado que los 7 billones de personas que tenemos la fortuna de vivir en la tierra descendemos de una línea genética única, que fue precisamente la que sobrevivió a aquella gran explosión volcánica, y que continuó expandiéndose hasta nuestros días.
Frente a tal evidencia, la idea de Bartolomé de las Casas respecto de que “la humanidad es una” tiene pleno sentido porque, genéticamente hablando, todos somos de algún modo parientes lejanos de aquellos súper-vivientes del paleolítico y, por lo tanto, parientes cercanos de cada uno de los habitantes del planeta.
Desde esta perspectiva, toda guerra o conflicto ha constituido un acto fratricida, porque cada homicidio, cada agresión, cada ultraje y, en general, en cada acto cometido, los perpetradores han tenido como víctimas a sus propios parientes, pues genética y éticamente forman parte de la gran familia que desciende de una misma y única rama común de la humanidad.
Llegar a la construcción de este conocimiento nos ha tomado milenios de desarrollo histórico, pero que en el tiempo de la historia universal sólo forma parte de los últimos segundos de la existencia originada en la gran explosión (“big bang”), a partir de la cual surgió todo lo que hoy conocemos, hace aproximadamente 13 mil 500 millones de años.
El gran astrofísico Carl Sagan sostuvo alguna vez que el universo es todo lo que ha sido, todo lo que es y todo lo que alguna vez será. Ya San Agustín, con una aguda profundidad de pensamiento, lo había reflexionado siglos atrás: “en el principio nada existía, ni el tiempo ni el espacio eran”.
Pensar desde la ciencia contemporánea y comprender las implicaciones de la física de partículas, a la par de la astrofísica, a la luz de la antropología, la historia, la filosofía, la sociología, la psicología y, en general, desde la inter y la transdiciplinariedad, debería llevarnos a una nueva etapa, a un nuevo umbral evolutivo en términos de conciencia y de capacidad civilizatoria.
Frente a todo esto, la tragedia migratoria que hoy se vive en todo el mundo constituye uno de los episodios más bizarros, pero también más infames de la historia reciente.
Hace 70 mil años comenzó una gigantesca diáspora que llevó a los pocos miles de súper-vivientes del paleolítico a cada una de las cuatro grandes regiones del orbe: Afro-Eurasia, América, Australasia y el Pacífico, las cuales se mantuvieron relativamente aisladas entre sí, siendo hasta apenas hace apenas mil años cuando comenzó una potente interacción y nuevo contacto -casi siempre depredador, violento e invasivo-, entre las distintas civilizaciones que fueron construyéndose.
Por todo ello, hoy que el mundo está efectivamente interconectado, deberíamos ser capaces de construir un proyecto civilizatorio mundial, reconciliatorio de la familia humana.
Es altamente probable que Donald Trump y otros de los considerados líderes mundiales sepan poco de esta historia, por lo que es indispensable que alguien les explique, y muy pronto, el carácter bizarro de sus posiciones: porque el racismo, la xenofobia y otras formas aberrantes de intolerancia son, científica y culturalmente una contradicción en el más amplio sentido del término.
En definitiva, a Donald Trump, y a muchos otros más, le urge voltear hacia el paleolítico.
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