Donald Trump resultó victorioso en la elección norteamericana gracias a una debilidad estructural de la democracia: ha sido incapaz, en todo el mundo, de garantizar la llegada de gobernantes comprometidos con el bienestar y la garantía de los derechos humanos de sus poblaciones.
Determinados por una poderosa estructura de medios de comunicación, asociados a los más fuertes intereses económicos, los partidos políticos y sus maquinarias electorales han servido de plataforma para encumbrar mayoritariamente a políticos depredadores y comprometidos con los poderes fácticos que los impulsan, y no con la ciudadanía.
En la teoría liberal los partidos detentan el “monopolio de la acción política”, porque son aparentemente la mejor ruta para canalizar la participación ciudadana en la competencia civilizada por el poder. Pero, al contrario de ello, la evidencia nos muestra que los partidos se han convertido en plataformas que sirven de parapeto a los intereses de grupos que suplantan la auténtica participación ciudadana.
Frente a tales contradicciones, las democracias han sido incapaces de generar mecanismos de “autoprotección” para evitar lo que ya los griegos antiguos habían percibido: la democracia puede degenerar en tiranía, oclocracia o en formas de demagogia intolerables para mentes entrenadas y acostumbradas a pensar con base en parámetros que aspiraban a la perfección en las formas del raciocinio.
Así las cosas, lo que hoy tenemos es, no una contradicción de la sociedad global “democrática y globalizada”, sino su consecuencia lógica, pues, al haberse comprometido con las peores formas de concentración económica y con un modelo de desarrollo económico depredador del medio ambiente, nuestra democracia contemporánea también trazó un compromiso con su derrota.
Los defensores de la democracia liberal, en su forma procedimental, argumentan que a la democracia no pueden exigírsele resultados sociales de bienestar, pues su tarea consiste sólo en garantizar la construcción de sistemas electorales competitivos, transparentes y sustentados en partidos políticos que procesan el conflicto social y lo canalizan hacia procesos ordenados de elección de gobernantes y representantes.
Pese a ello, la pregunta obligada es: ¿de qué sirve lo anterior, si no se garantiza que esa disputa “ordenada y competitiva” permita la llegada al poder y a espacios de representación, de ciudadanos comprometidos con sus electores, y no con las estructuras que monopolizan la distribución de candidaturas en aras de la defensa cada vez más cínica de intereses contrarios al bienestar general?
De este pernicioso juego forman parte, claro está, grupos y “clusters” industriales, medios de comunicación, empresas encuestadoras, grupos académicos con nulo compromiso genuinamente científico o con el pensamiento crítico, organizaciones gremiales y sindicales, estructuras burocráticas conservadoras y beneficiarias del orden vigente, y en general, todos los grupos que se benefician de la acumulación grosera de la riqueza en manos de unos cuantos.
¿Cómo no va a fracasar una democracia que ha generado gobiernos permisivos y, de hecho, coludidos con la explotación, que nos han llevado a una realidad intolerable en la que 1% de la población mundial concentra el 50% de la riqueza disponible?
El triunfo de Donald Trump es parte de todo esto: de un juego de fuerzas que escapan a la comprensión que la mayoría tenemos de la realidad, en el que la disputa se encuentra en torno al control de las industrias de mayor poderío a escala planetaria.
Lo peor, quizá, se encuentra, para colmo, en que esta disputa viene aderezada por un execrable discurso de odio, racismo, misoginia y discriminación, lo cual revela también el fracaso de la democracia en su responsabilidad pedagógica y civilizadora de la población. Los días por venir pueden ser caracterizados como “tiempos nublados”, tal y como lo escribió Octavio Paz, en los que tenemos la responsabilidad de comprometernos con la búsqueda del presente, pues como decía de manera elegante y bella el poeta: “No es la búsqueda de la realidad terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real”.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 10 de noviembre de 2016