La muerte, cuando es prevenible, y más aún evitable, constituye un escándalo ético: en sentido estricto, ese escenario implica que estamos dejando morir personas que no deben morir. Desde esta perspectiva, resulta paradójico que en México no hayamos sido capaces aún de mostrar con la suficiente fuerza la magnitud del escándalo.
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Es importante subrayar lo anterior, porque de acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), y de la Secretaría de Salud del gobierno federal, entre enero de 2020 y la semana epidemiológica 44 de 2021 (1 al 7 de noviembre), hay un registro de 2.019 millones de defunciones.
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En el 2021, el promedio de defunciones semanales fue, hasta la fecha señalada, de 21,217 personas muertas; es decir, un promedio de 126 decesos cada hora, o 3,031 personas fallecidas cada día. De haberse mantenido ese promedio hasta el cierre de diciembre, estaríamos ante un escenario de aproximadamente 1.040 millones de defunciones.
Nunca, y en esto hay que ser totalmente enfáticos, nunca había ocurrido una catástrofe de esta magnitud en el país. No al menos desde que se tienen datos confiables. Es demasiado dolor, demasiada tristeza. Y es que todo ello es producto tanto del severo impacto de la pandemia, como de la violencia, de la pobreza, de las desigualdades.
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En diferentes espacios se ha argumentado que no se podía prever la llegada de la pandemia. Pero eso es falso; desde hace más de 10 años se había alertado que estábamos en una etapa de muy alta probabilidad de aparición de un nuevo virus altamente letal y contagioso. No se podía saber cuándo ocurriría, pero lo que sí podía haberse hecho era estar lo mejor preparados posibles para resistirlo.
Ya no tenemos excusa. Si hay una prioridad para este 2022 es proteger la vida y la salud de las personas a toda costa. No hay margen para continuar permitiendo que las defunciones, por todas las causas prevenibles y evitables, continúen con las mismas o con similares tendencias respecto de lo ocurrido en los últimos dos años.
Proteger la vida, y garantizar la vida en dignidad para todas y todos, es una responsabilidad ineludible para el Estado mexicano. Porque más allá de la visión particular que tiene el titular del Ejecutivo Federal respecto de cómo se debe vivir, y la exigencia de un “anhelo de pobreza franciscana” para todas y todos, lo cierto es que esa visión es radicalmente opuesta a la que está plasmada en nuestra Constitución Política, la cual nos reconoce a las y los mexicanos una vida sustentada en los derechos humanos, y la protección de la dignidad de cada uno de los seres humanos que habitamos o que se encuentran en el territorio nacional.
Se ha mostrado a través de varios documentos y diagnósticos, que lograr lo anterior requiere, en primer lugar, de muchos más recursos; al menos dos billones de pesos adicionales a los disponibles a través de la recaudación fiscal. Pero también es importante puntualizar, que además se trata de una cuestión de diseño del gobierno y de las instituciones de seguridad y protección social.
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Debe tenerse cuidado, desde esa perspectiva, de disponer sólo de más dinero para seguir haciendo lo mismo que se ha implementado hasta ahora. Por el contrario, es urgente otra arquitectura institucional, dirigida a disponer de un potente Estado de bienestar que nos permita superar de la mejor manera posible la crisis por la que atravesamos, y que tiene dimensiones civilizatorias; y que al mismo tiempo nos prepare para un futuro complejo que enfrentará quizá peores pesadillas derivadas del cambio climático y la extinción masiva de especies.
A este gobierno le quedan sólo 140 semanas al frente de la administración, y hasta ahora no se tiene una hoja de ruta pública y clara, en torno a qué metas y objetivos se van a conseguir en cada una de ellas en los ámbitos más relevantes: seguridad pública, salud de calidad y universal, educación universal, oportuna y de calidad, y empleos dignos para todas y todos. El tiempo es breve y los retos son inmensos.
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