Los datos de que disponemos públicamente permiten dimensionar la magnitud de dos grandes tragedias que enfrenta el país, además de todo lo que implican las cifras de la mortandad que ha generado la crisis de la salud en el país: 1) la educativa; y 2) la de la profundización de la precariedad laboral y la pobreza que se le asocia.
Escribe: Mario Luis Fuentes
Al respecto, es importante destacar que, en varios textos recientes, se habla de “tragedias silenciosas”; es una metáfora atractiva, pero en realidad estamos ante el estruendo del drama de la pérdida de oportunidades, presentes y futuras, para el ejercicio pleno de los derechos de las personas.
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Por lo que sabemos, millones de niñas, niños y adolescentes no concluyeron el ciclo escolar 2019-2020; y millones que deberían estar recibiendo educación de calidad, no se matricularon en los ciclos 2020-2021 y 2021-2022. Se trata de una realidad que muestra la violación flagrante del principio del interés de la niñez, reconocido en nuestro artículo 4º Constitucional; pero también, obviamente, de los derechos a la educación y a vivir en condiciones adecuadas de bienestar.
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Las pruebas que se han llevado a cabo sobre rendimiento escolar y aprendizaje, señalan que la mayoría de las niñas y niños que cursan la educación secundaria no pueden leer cifras de dos o más dígitos; y menos aún pueden realizar operaciones matemáticas básicas con ellas. Esto no es sino muestra de la profundización de la fractura del proceso de enseñanza, que ya venía muy mal desde décadas previas, y que colocaba a las niñas y niños mexicanos en enorme desventaja frente a las de los países que son nuestros principales socios comerciales.
Sobre todo, preocupa que, ante esta catástrofe, la Secretaría de Educación Pública carece de estrategias claras para garantizar procesos de recuperación apropiados; y menos aún se sabe si existe una revisión crítica de los contenidos educativos, más allá de los dislates ideológicos y la disputa por cierta narrativa histórica que, para fines de la vida práctica de la mayoría, resultan poco menos que estériles.
Por otro lado, los datos de la Comisión Económica para América Latina, publicados en el documento titulado Panorama Social de América Latina, 2021, muestran que en la región tenemos una década perdida en términos de la magnitud de la pobreza. Los indicadores señalan que estamos, como región, en los mismos niveles que en el 2010. Y todo esto, en un contexto de precarización laboral y salarial, que en México tiene expresiones francamente dramáticas.
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Los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), señalan que al cierre del tercer trimestre del 2021, el 40.7% de las personas que trabajaban tenían ingresos laborales inferiores a la línea de la pobreza; y por los datos que ha dado a conocer el INEGI respecto del desempeño del país en el cuarto trimestre, así como el crecimiento de la inflación, podríamos estar ante un escenario aún más complejo o respecto del cual lo esperable son, si acaso, ligeras mejorías que no son desde luego suficientes para revertir el severo impacto de dos años que llevamos ya de crisis económica.
Debe considerarse al respecto que en 2019 hubo un crecimiento prácticamente de 0%; que en 2020 la caída fue de -8.5% del PIB; y que, en el 2021, si acaso, se habría crecido a un ritmo de 5.8%. Es decir, luego de tres años de la presente administración, tendríamos un saldo negativo de alrededor de -2.8% respecto del valor del PIB del 2018; y esto sin contar el crecimiento demográfico, lo cual ha tenido un severo impacto en el PIB per cápita nacional.
En efecto, de acuerdo con los datos del Banco Mundial, en el 2017, el PIB per cápita en México era de 9,343 dólares al año; el año 2018 creció a 9,754; en el 2019 se había llegado a 10,029; pero en 2020 cayó a 8,404 dólares por habitante y año, es decir, un retroceso de 20.3%. El dato es apenas comparable al que se registró en el año 2009, cuando se registró la otra crisis económica global, causada por los desfalcos de las grandes empresas inmobiliarias en todo el mundo.
Por su parte, los datos sobre empleo del INEGI, actualizados al 22 de enero de 2022, señalan que en el país había, al cierre de diciembre del 2021, un total de 2.1 millones de personas desocupadas. En esa misma fecha, el INEGI estimó que el 28.7% de la población ocupada lo estaba en el Sector Informal de la economía; mientras que la Tasa de Condiciones Críticas de Ocupación se ubicó en 23% de la población ocupada, es decir, son personas que laboran más de 48 horas a la semana y lo hacen en condiciones precarias.
Preocupa que, al parecer, la decisión de la presente administración consiste en avanzar hacia el cierre del sexenio con base en la misma estrategia y con las mismas acciones que las implementadas en la primera parte de su mandato. Lo cual, en el contexto internacional de incertidumbre, y ante las múltiples calamidades que ha significado la pandemia de la COVID19, no permite pensar en un futuro cercano de mejoría sustantiva de las condiciones de bienestar en el país.
México ya ha perdido demasiado tiempo desarrollando políticas desvinculadas en lo educativo y lo laboral; cuando ambas están esencialmente ligadas y cuando un mundo incierto obliga a re-cimentar el proyecto nacional en una amplia, comprensiva y pertinente nueva política educativa, que vaya mucho más allá que lo que se ha hecho en los últimos 36 meses.
Si hubiese voluntad de transformar al país, el próximo proyecto de egresos de la federación debería reformular muchas de las prioridades que se han establecido en la primera mitad del gobierno. Y destinar, en los dos últimos años de la administración muchos más recursos para la educación en todos sus niveles y modalidades.
Debemos ser capaces de recuperar capacidades de aprendizaje, pero con base en nuevas pedagogías, que aprovechen el aprendizaje que nos ha dejado la pandemia: generar más y mejores habilidades digitales; más y mejores capacidades de pensamiento abstracto; y más y mejores capacidades de aprendizaje de las humanidades y las artes.
SI hacemos lo anterior, la viabilidad del país puede recomponerse y abrir nuevas y más amplias perspectivas de presente y futuro; seguir por donde vamos, garantiza, de manera definitiva, condenar a una generación a una educación precaria, de mala calidad, y a la cancelación de posibilidades de bienestar y de libertad.
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