por Gerardo Sauri
En los últimos días de febrero circularon en medios de comunicación dos noticias muy preocupantes de casos que permiten reflexionar en al menos dos retos estructurales en materia de derechos de la infancia, a casi 23 años de vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU
Por un lado, un niño de 13 años fue asesinado en el estado de Zacatecas por un grupo armado junto con otras cinco personas, entre ellas su madre, y ha sido denominado como “niño sicario” por algunos medios de comunicación, debido a que en días anteriores había sido detenido “autoinculpándose” del supuesto asesinato de unas 10 personas, y luego puesto en libertad por ser inimputable penalmente, después de ser exhibido y su nombre revelado públicamente. En redes sociales hay personas que expresan su beneplácito por dicho asesinato y funcionarios públicos plantean bajar la edad penal para que en estos casos personas a menor edad puedan ser consignadas ante la autoridad.
Otra noticia se refiere al asesinato a golpes de un niño de dos años de edad por parte de su madre y su padrastro en Nogales, Sonora, debido a que, según señalan los medios de comunicación, el niño lloraba. Este tipo de acontecimientos son cotidianos en el país.
Si bien en ambos casos se trata de asesinatos de niños, en el primero prevalece la criminalización del niño por su vinculación supuesta con grupos de delincuencia organizada y en el segundo son la madre y el padrastro los señalados como “monstruos criminales”.
El reto sociocultural
De acuerdo con condiciones como edad, género, situación económica, origen étnico, habilidades físicas o psicológicas, entre otros factores, niñas y niños siguen siendo considerados o como “ángeles” o como “demonios”, pero no como personas con derechos plenos. Bajo esta idea, las conductas de niñas y niños, así como de las personas adultas con las que se relacionan, no son consideradas en su contexto social, sino reducidas a conductas individuales que, al traducirse en políticas públicas y marcos jurídicos, derivan en medidas estrictamente punitivas (ya sea hacia niñas y niños o hacia personas adultas), descuidando el abordaje de las responsabilidades del Estado como garante de los derechos de la infancia.
Estas concepciones tienen su origen en estructuras adultocéntricas que se consolidaron históricamente bajo el supuesto de que las niñas y los niños no tienen otra opción que la de asumir un rol pasivo, sumiso y resignado frente a lo que las personas adultas determinen qué les es mejor para sus vidas. El adultocentrismo tiene como un eje principal, la idea de que niñas y niños más que responsabilidad, son propiedad de las personas adultas, se transita desde nociones como el deber de formar y disciplinar hasta la creencia de que con la vida de niñas y niños puede hacerse lo que sea, lo cual es origen de muchos abusos.
Como consecuencia de la idea de propiedad, se establece la noción de privacidad, que supone que nada de lo que ocurra en el campo de lo familiar debe ser del ámbito público. Dicha noción no sólo permite el ocultamiento de abusos al interior de la familia, sino lo que es peor: esconde la responsabilidad del Estado de garantizar las condiciones para que las familias sean el espacio más propicio para el desarrollo de niñas y niños mediante políticas públicas apropiadas y la inversión del gasto público adecuado para tales propósitos.
En el terreno de las barreras socioculturales, los derechos de niñas y niños, más que como garantías, son vistos como impedimentos para su cuidado y crianza. Los derechos de la infancia se convierten frecuentemente en el argumento bajo el cual no se permite a las personas adultas ejecutar las medidas disciplinarias y de sanción que son necesarias para evitar lo que se supone son naturales tendencias a la desviación de las conductas propias de niñas y niños. Se suele argumentar que los derechos de la infancia han construido un mundo permisivo, irracional e irresponsable que es el que causa que niñas y niños, pero sobre todo adolescentes, no tengan los límites necesarios para sus conductas y, por tanto, a ello se atribuyen fenómenos como las adicciones, la delincuencia, la irresponsabilidad y la desobediencia. Por ello es que a la emergencia de los derechos se la busca acotar con la idea de las obligaciones-responsabilidades de la infancia y a solicitar la mano dura en contra de quienes delinquen.
Paradójicamente, es a la emergencia de los derechos de la infancia y no a su sistemática violación a lo que se le atribuyen los problemas modernos que enfrentan niñas y niños. Los discursos que lo reflejan proliferan en todos los ámbitos de interacción desde el mundo adulto con niñas y niños: las familias, las comunidades, las escuelas, las instituciones, los marcos de la política y la legislación.
Estas construcciones adultocéntricas pre dominantes no sólo niegan o restringen los derechos de la infancia, sino que, en particular, impiden el ejercicio de su derecho a participar en todos los ámbitos de la vida social y política, bajo el supuesto de que no se encuentran preparados para ello. Sin embargo, antes que derecho, la participación es una condición inherente al desarrollo infantil que siempre encuentra los espacios para emerger, aun cuando estos sean contraproducentes para la propia vida de niñas y niños. Es por eso que una obligación del mundo adulto en general y de las políticas públicas en particular debe de ser la promoción de la participación infantil, como una de las estrategias principales para trastocar el fondo mismo de la estructura adultocéntrica.
El Estado tiene obligaciones frente a los retos socioculturales que impiden el ejercicio de los derechos de la infancia y su reconocimiento como personas sujetas de pleno derecho, por ejemplo, en el sentido de promover mecanismos y espacios para la participación infantil; generar procesos educativos y de sensibilización dirigidos tanto a personas adultas como a niños y niñas para el reconocimiento y autoreconocimiento de su condición de personas portadoras de derechos plenos, hasta sancionar las diversas formas de discriminación ocurridas en todos los entornos.
El reto institucional
El reconocimiento real de niñas y niños como personas sujetas de pleno derecho debe de concretarse en lo que expertos como Norberto Liwski (ex vicepresidente del Comité de los Derechos del Niño de la ONU) plantea como un nuevo “contrato social” – al estilo Rousseau- del mundo adulto con el mundo de niñas y niños.
Dicho contrato social implicaría el desarrollo de mecanismos institucionales de garantía de los derechos de la infancia o lo que se conoce también como un sistema de garantía de tales derechos, el cual, más que una institución, supone un conjunto de ordenamientos legales, instituciones públicas, y mecanismos de coordinación político-programática que deben actuar en sinergia para la promoción y defensa de los derechos de niños y niñas en todos los ámbitos. Un sistema de esta naturaleza debe descansar en los tratados internacionales en materia de derechos humanos en general y de la infancia en particular ratificados por el Estado mexicano, bajo el amparo de las reformas constitucionales en la materia ocurridas principalmente en el año 2011.
En prácticamente toda América Latina, incluido México, se desarrolló desde principios del siglo XX un entramado jurídico-institucional dirigido a la infancia bajo un particular concepto de protección encabezado por las “primeras damas” del país: una forma caritativo-asistencial para niñas y niños que se encontraban en condiciones de “abandono”, fuera de los cuidados familiares moralmente aceptables y en condiciones de pobreza. En nuestro país, desde la perspectiva anterior se consolidó lo que se conocería posteriormente como el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia (SNDIF), una institución que nació para brindar asistencia a determinado tipo de personas en vulnerabilidad o desventaja social, pero no para garantizar derechos.
Frente a dicha institución han desfilado los viejos y nuevos problemas que atentan contra los derechos de la infancia; a la pobreza y el abandono se han sumado problemas como la trata de personas con diversos fines (laboral, sexual o comercial); la migración de niñas y niños nacionales y extranjeros no acompañada de sus familiares; las diversas formas de violencia social e institucional (incluida la que se produce desde las fuerzas de seguridad pública en diversos niveles); la tortura, el secuestro y la desaparición forzada. Niñas y niños son blanco de diversas estrategias de mercadotecnia y publicidad que imponen pautas de consumo que pueden ser nocivas para su salud, como es el que genera el consumo de alimentos de bajo nivel nutritivo que han convertido al país en pionero en la desnutrición con obesidad infantil.
Las políticas sociales dirigidas a la infancia que son desarrolladas por las diversas instancias y dependencias carecen de coordinación tanto en el mismo, como en diversos niveles de gobierno. Independientemente del partido político que se trate, la negativa a intentar un diseño institucional diferente es sistemática y en el mejor de los casos al DIF se le adhieren algunas funciones, pero siempre carente de los mecanismos adecuados para garantizar la coordinación de los esfuerzos y la defensa de los derechos.
Mientras que para otros grupos de población se han creado instituciones que pretenden la coordinación de las políticas y los enfoques transversales –que no están ausentes del debate sobre su eficiencia y funcionalidad-, para el caso de los derechos de la infancia esta opción es descartada sistemáticamente, en parte quizá por el hecho de que niñas y niños no votan ni cuentan con espacios para que sus voces sean tomadas en cuenta con seriedad, como no sean experiencias puntuales de simulación de las formas de participación política de las personas adultas.
Las leyes a nivel federal y estatal que se han creado a lo largo de dos décadas bajo el lema de la “protección de los derechos de la infancia” no trastocan la institucionalidad descrita, sino que la reproducen a pesar de que en los propios debates legislativos se llega a reconocer con frecuencia tales debilidades: el factor que termina por reiterar la obsolescencia de dichas instituciones es el presupuesto público, pues para tales propósitos nunca alcanza.
Otros mecanismos de garantía de los derechos, como son los jurisdiccionales, enfrentan retos también importantes, en particular el que tiene que ver con el valor que se les da a las declaraciones de las niñas y los niños ante la autoridad judicial y la importancia de que los tratados internacionales en materia de derechos de la infancia sirvan como base para las sentencias judiciales, y que las mismas también afecten a las políticas sociales y no se autolimiten a los aspectos meramente punitivos.
Las reformas constitucionales en materia de derechos humanos de 2011 representan una oportunidad privilegiada para construir ese nuevo contrato social con la infancia del que se ha hablado. Principios como los de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad de los derechos humanos y el principio pro persona, que se conjugan con el del interés superior de la niñez, recogidos en los Artículos 1° y 4° constitucionales deben servir como base para el diseño de la relación adultez-infancia. El derecho a la no discriminación, que es considerado el derecho llave o meta-derecho, consignado también en el propio Artículo 1° establece claramente, entre otras cosas, que ni el género ni la edad pueden ser motivo de discriminación, lo que se traduce en que los derechos de la infancia no pueden ser considerados inferiores a los derechos de las personas adultas.
Queda el enorme reto de armonizar todo el ordenamiento jurídico e institucional, así como de construir y fortalecer las políticas públicas que hagan posible el cumplimiento que el Artículo 1º constitucional establece para todas las autoridades en el marco de sus competencias: promover, respetar, proteger y garantizar. Los dos casos citados al principio de esta reflexión muestran que las autoridades en los respectivos estados en donde ocurrieron los asesinatos de estos niños incumplieron con estas obligaciones antes, durante y después de que los hechos ocurrieran; no es una cuestión menor que el mismo Artículo 1º señale el deber del Estado de prevenir, investigar, sancionar y reparar las violaciones a los derechos humanos.
Los casos referidos muestran que en ambas situaciones estos deberes se han “cumplido” de forma por demás limitada: para el caso del niño asesinado por un grupo armado, la suposición sin una investigación adecuada respecto de su vinculación a otro grupo similar parece utilizarse como pretexto para concluirla; para el caso del niño de Nogales, la sanción a los padres será vista como la única responsabilidad del Estado, cuando en ambos casos tendrían que construirse políticas públicas que cumplan de forma integral con todos los deberes señalados.•
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