Antes de ser ejecutado, Sócrates recibe en la cárcel la visita de su amigo Critón. El diálogo que sostienen puede resumirse en lo siguiente: Critón le pide a Sócrates que lo deje a él, y de ser necesario a otros amigos, pagar un soborno para que lo dejen libre y pueda exiliarse de la ciudad para salvar la vida.
Critón le expone a Sócrates su temor de pasar por un ingrato ante su comunidad; pues teniendo el dinero para pagar por su libertad, aun con el riesgo de caer en la pobreza, pareciera que estaba dejando a su amigo en la cárcel y condenándolo indirectamente a morir.
Sócrates rechaza la oferta. Sus argumentos son incontrovertibles: ¿por qué huir ahora, cuando en el juicio se le dio la oportunidad de elegir el exilio? ¿Por qué exiliarse si él, durante toda su vida, decidió vivir bajo las leyes de Atenas? ¿Y por qué justo cuando la ley es adversa, habría de violentarla?
La posición de Sócrates en este ámbito resulta magistral para nuestro contexto en el que de manera ridícula puede ponerse en marcha un Sistema Nacional Anticorrupción sin Fiscal en la materia.
¿Por qué no se logró consolidar el sistema? La respuesta es evidente: no hubo voluntad política para resolver la disputa en el Senado en torno a quién debería ser el fiscal anticorrupción. Se requería antes bien que en este debate participasen personas capaces de mantener una postura como la socrática, es decir, de un indeclinable compromiso con la ley.
¿Por qué Sócrates decide morir antes que violentar el Estado de derecho de su ciudad? Se trata de una cuestión mayúscula, porque no sólo se trataba de una cuestión de principios a nivel personal; el mensaje era muy claro: hay que mantener la integridad de la ciudad, aun a costa de los perversos, y esto sólo puede ser logrado cuando hay personas dispuestas a defender a costa de lo que sea una visión ética de paz, tolerancia y, sobre todo, humildad intelectual ante el mundo y la vida.
Los niveles de percepción ciudadana respecto de la corrupción institucional se encuentran en sus límites históricos, y a pesar de la gravedad del asunto, ningún gobierno municipal, y tampoco estatal, ha dado un paso al frente desarrollando nuevas alternativas de fortalecimiento de sus instituciones para prevenir y erradicar la corrupción.
Por el contrario, el mensaje que las autoridades dan a la ciudadanía es grotesco, y puede resumirse perfectamente en la frase emitida por el señor Javier Duarte en días recientes: “Que comience el show”, expresión lapidaria que da cuenta del nivel de putrefacción al que ha llegado la visión de país que tiene una buena parte de la élite gobernante.
Sócrates sabía que lo verdaderamente perdurable en Atenas, como ejemplo civilizatorio, era la Ley. Y esto era así porque la pintura, la escultura, la arquitectura, y en general, todo lo espiritualmente elevado en la Grecia clásica, era elaborado en referencia a un orden universal, a un logos, a una ley que se asumía regía a todos por igual.
Para Sócrates y la mayoría de sus contemporáneos, la Ley era el fundamento de la comunidad política, e ir en contra de su mandato era ir en contra del propio modelo civilizatorio. Y ahí está la clave de todo el entuerto que hoy vivimos: entonces, y en otras sociedades, ha existido un modelo de civilización conducido por personas ejemplares en su visión, congruentes en su actuar público, y en general, incorruptibles.
Sócrates estuvo dispuesto a morir con tal de no quebrar la Ley al pagar un soborno. En nuestra dolida realidad, personajes como Duarte, hoy sinónimo popular de corrupción y mal gobierno, al parecer están dispuestos a todo, a través del soborno y del quiebre del Estado de derecho. Lo peor quizá no son éste y otros personajes, sino los poderes que los encumbraron y que, en la sombra, los protegen.
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