por Enrique Graue / Samuel Ponce de León
En diciembre de 2014 se cumplió un año del inicio de nuestro último desastre global en salud pública. En una pequeña villa al noreste de Guinea, cerca de las fronteras con Liberia y Sierra Leona, un niño de dos años enfermó con fiebre y decaimiento. Los primeros días fue cuidado en casa por su madre, su abuela y su hermana. Al observar un evidente agravamiento, la madre, quien cursaba un embarazo avanzado, lo llevó al hospital más cercano, donde iniciaron su atención con suero intravenoso y antibióticos, seguramente también antimaláricos. A los pocos días la madre y la abuela se sentían también enfermas, pero el pequeño murió el seis de diciembre, así que los primeros malestares pasaron a segundo término, además, la otra hija también empezaba a enfermar. En pocos días todos los convivientes fallecieron y lo mismo ocurrió con el personal del hospital que recibió y atendió al niño y luego a los familiares. La infección se extendió por la villa y caseríos aledaños, también en los países vecinos de Sierra Leona y Liberia. En marzo de 2014 la organización Médicos Sin Fronteras declaró que la epidemia en la región estaba fuera de control.
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