La relación de México con los EEUU ha sido siempre compleja y asimétrica. Desde nuestros orígenes se constituyeron procesos que llevaron a nuestros países a tener estructuras sociales, económicas, religiosas, culturales y políticas radicalmente distintas. La mayor crisis vivida entre ambos Estados se dio, sin duda alguna, con la invasión de 1845, y la pérdida de más de nuestro territorio nacional, que fue anexado a aquel país.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Desde entonces, los EEUU avanzaron progresivamente hacia su consolidación como una poderosa nación, que rivalizó rápidamente con las potencias europeas, y comenzó a trazar una ruta de influencia y numerosos abusos en contra de las frágiles naciones latinoamericanas.
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Al consolidarse como la principal potencia mundial a partir de su intervención en la primera guerra mundial, su influencia se configuró como determinante para nuestro país; y poco a poco, sobre todo a raíz de la segunda guerra mundial, los procesos migratorios hacia nuestro vecino del norte se intensificaron, y dieron como resultado que, en la tercera década del siglo XXI, la población mexicana se convirtió en la primera minoría étnica en aquel país.
La población que emigra hacia los EEUU no sólo lleva hacia aquel territorio su fuerza de trabajo. En realidad ocurren procesos mucho más complejos, porque llevan nuestra lengua, con sus variaciones y peculiaridades regionales; también transportan lenguas indígenas; transterran costumbres y cultura, tradiciones, formas de practicar creencias y religiosidades; formas de relación comunitaria y familiar, que en el momento en que llegan a nuestro país vecino, comienzan a desarrollar interacciones sí económicas y comerciales, pero también y sobre todo, simbólicas y significantes.
La relación con los EEUU es, en ese sentido, en el nivel de lo gubernamental, mucho más que el millón de dólares que se comercia por minuto con aquel país; se trata de la defensa de los derechos humanos de nuestros connacionales; y también de la generación de nuevas formas de convivencia pacífica, colaborativa y con la perspectiva de construir una región de prosperidad compartida.
Visualizar así nuestra relación bilateral, pero en buena medida también con Canadá, porque está mediada por el tratado de libre comercio de América del Norte exige pensar en cuestiones vitales: por ejemplo, el manejo compartido del agua, tema que podría generar fuertes tensiones en el corto o mediano plazo, de continuar agudizándose los efectos del cambio climático y la desertización de nuestros suelos, pero los de también amplias regiones de nuestra frontera compartida.
A ello se vincula entonces el tema de la producción, almacenaje y distribución de alimentos. En esa lógica, la agresión rusa a Ucrania es un ejemplo de lo relevante que es proteger la industria alimentaria y la generación de capacidades soberanas con base en criterios de sostenibilidad ambiental, mejorando la dieta de las personas y ampliando las capacidades productivas sin provocar el agotamiento del agua y de los suelos, o la pérdida de bosques y selvas.
Tenemos además una compleja dinámica de conurbación fronteriza, que impone nuevos y difíciles retos. Se trata de zonas metropolitanas binacionales, que tienen dinámicas únicas, no sólo en lo que a número de cruces fronterizos se refiere, sino a las interacciones sociales e incluso nuevas formas de formación de núcleos familiares auténticamente binacionales.
En la nueva lógica de la llamada “relocalización”, se han generado también nuevas exigencias, sobre todo en materia energética, pues la exigencia de contar con la capacidad de producción y distribución del fluido eléctrico, se ha convertido en una poderosa condicionante de la posibilidad de recibir, si es que es lo conveniente para el país, a las empresas que están saliendo, principalmente de China.
La nueva presidencia deberá ser capaz de comprender y asumir la complejidad de todas estas agendas, y deberá intentar llevar más allá de lo económico nuestras relaciones con los Estados Unidos de América, porque lo que está en juego es potenciar las capacidades de desarrollo en nuestro territorio, pero también nada menos que los derechos humanos de más de 30 millones de mexicanas y mexicanos que viven de aquél lado de la frontera.
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