México es un país donde el acceso al agua de calidad sigue siendo un auténtico lujo. Alrededor del 25% de las viviendas, según el Censo de 2020, carecen de agua al interior de sus construcciones. Y entre quienes sí tienen el servicio, en realidad sólo alrededor del 70% reciben agua todos los días. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental, apenas alrededor de una de cada cuatro personas considera que el agua que recibe en sus viviendas es auténticamente potable, es decir, podrían beberla directamente de sus llaves sin temor a enfermarse.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Si se piensa en las escuelas públicas, el escenario es de una cobertura baja en lo que respecta a la disponibilidad de agua potable, y la existencia de baños funcionales con agua corriente y drenaje apropiado. En la mayoría de las escuelas multigrado esto es un lujo, y en cientos de escuelas urbanas las condiciones de los baños son muy lejanas de los estándares de calidad y dignidad con que debieran funcionar.
La pandemia nos enseñó la relevancia del lavado de manos y de otros hábitos de higiene y saludables que dependen del acceso al agua, como la activación física; mientras que, hay que subrayarlo, la plena garantía del derecho a la alimentación tiene como condición necesaria el acceso al agua limpia.
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Todo esto cobra mayor relevancia cuando se piensa en el actual periodo de sequía por el que atraviesa la mayor parte del territorio nacional. En las grandes ciudades es palpable la escasez del líquido; y los reportes sobre los niveles de presas, lagos y lagunas en todo el territorio nacional se encuentra por debajo de los niveles históricos promedio.
Estamos ante el reto de comprender, pero sobre todo de actuar con oportunidad, que la gobernabilidad del país dependerá cada vez más de una adecuada gestión y gobernanza del agua; que durante décadas las políticas públicas en la materia han sido diseñadas de forma reactiva, y sin considerar apropiadamente en sus diagnósticos el crecimiento demográfico y la acelerada expansión de las ciudades y zonas metropolitanas; además de los retos que impone la realidad de más de 150 mil localidades de menos de 500 habitantes que hay en el territorio nacional.
Debemos hacernos cargo, con la seriedad requerida, de la realidad del cambio climático y del calentamiento global, el cual es evidente y pone en serios predicamentos a millones de personas que enfrentan a diario el calor, combinado con la contaminación de todos los tipos, amén de la ausencia de una infraestructura urbana que permita mínimos de protección, y que por el contrario es abiertamente hostil en contra de la mayoría.
Desde esta perspectiva, pensar, por ejemplo, en los sistemas de transporte público masivo, permite dimensionar la gravedad y las condiciones precarias en las que las personas deben trasladarse a sus trabajos, a los quehaceres cotidianos como la compra de alimentos y enseres elementales, a las escuelas o simplemente a caminar o a algún lugar de descanso y esparcimiento dignos.
A nivel mundial hay numerosos estudios que, sin establecer conclusiones definitivas, sí han logrado documentar una correlación importante entre las temporadas de calor extremo y el incremento en los niveles de violencia y conflictividad social; por lo que no es equívoco plantear que, en las inmensas marejadas de violencia que aquejan y amenazan al país, este clima en extremo caluroso, podría llevarnos a nuevos repuntes de todas las formas de las violencias, que en México ni son pocas, y sí son altamente letales.
De esta forma, al malestar social generado por la pobreza, las desigualdades, la marginación, la insuficiencia de empleos dignos, la inevitabilidad de habitar en viviendas que no cumplen con lo mínimo para satisfacer las necesidades más elementales de la gente, se añade ahora el factor climático, el cual, como ya se dijo, puede contribuir de manera decisiva en la profundización de las duras condiciones que se enfrentan cotidianamente.
Frente a esto, más allá de los anuncios y alertas que se han lanzado a la población, no hay una acción decidida de los gobiernos, en todos los órdenes y niveles, para plantear con audacia nuevas estrategias, objetivos y metas que aborden la problemática desde una perspectiva integral; comprendiendo que estamos ante procesos que requieren visiones sistémicas integradoras, con la finalidad de dar cumplimiento a los mandatos constitucionales en la materia.
Por esto mismo, quien llegue a la presidencia de la República para la administración 2024-2030, debe garantizarnos que una de las metas, que es por supuesto alcanzable si se determinan nuevas prioridades públicas, debe ser lograr la cobertura universal de servicios de agua potable de calidad, con políticas que garanticen la sostenibilidad, pero además, que reviertan los perniciosos efectos de la desertización del suelo, la pérdida de biodiversidad y la profundización de la crisis climática expresada en fenómenos extremos de sequías, lluvias y otros fenómenos que se presentan o incluso se provocan, como los incendios forestales.
Como en muchas otras agendas, nuestro país ya va sumamente retrasado en la construcción de una nueva generación de políticas públicas en la materia; lo cual implicaría la revisión de cómo funciona la CONAGUA, la SEMARNAT, el INECC, la CONABIO e incluso la SADER y todos sus organismos, a fin de repensar lo que se ha hecho y diseñar un futuro ecológicamente viable para el país, porque es, sin duda alguna, una de las condiciones necesarias para impulsar un nuevo curso de desarrollo para México.
Lo que es un hecho indudable es que no podemos continuar por la ruta que se ha seguido hasta ahora, porque de hacerlo, la gobernabilidad del país, y las precarias condiciones de estabilidad social podrían resquebrajarse, y muy rápidamente.
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