Escrito por 1:47 am Salud, Saúl Arellano • 2 Comentarios

El Aleph: la realidad y la existencia en un punto infinito

El Aleph

El Aleph de Borges, ese punto de espacio-tiempo donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos y todos los lugares, tendría que ser interpretado como el lugar del lenguaje; o quizá dicho con mayor precisión: el Aleph sería una especie de “epifanía del lenguaje”.


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El filósofo Mauricio Beuchot propone como principal instrumento para la interpretación de textos literarios, una hermenéutica que se sitúe en el justo medio entre la postura “literalista” y la de la interpretación sin límites” (Beuchot, 2010).

Una hermenéutica como la que propone este filósofo parte del reconocimiento de dos cuestiones: 1) la interpretación del texto tiene que considerar la dimensión histórica del mismo (contexto, determinantes de vida del autor, circunstancias socioecnómicas de su entorno, etc.); y, 2) la interpretación del texto en una dimensión ontológica, siguiendo a Gadamer, en tanto que la obra literaria, en tanto que es obra de arte, revela la verdad.

A esta hermenéutica Beuchot la adjetiva con el término de “analógica”; y presenta además la virtud de que entiende al texto en una doble dimensión: a) autoreferente, en la que se debe comprender lo que el texto propone en sí mismo, en su construcción y visión estética, y b) intertextual, es decir, en el diálogo que la obra establece con otros libros, y con el receptor del texto, quien es o puede ser un depositario de una memoria literaria específica.

Si se piensa al cuento de El Aleph desde esta perspectiva, se abre la posibilidad de interpretarlo como una propuesta de renovación del lenguaje, en tanto estructura existencial; es decir, más allá de su apariencia instrumental, situándolo en tanto definitorio de la vida y del mundo circundante a la vida de las personas.

El Aleph de Borges, ese punto de espacio-tiempo donde se sintetizan todos los mundos, todos los tiempos y todos los lugares, tendría que ser interpretado como el lugar del lenguaje; o quizá dicho con mayor precisión: el Aleph sería una especie de “epifanía del lenguaje”, donde lo que se revela no es la presencia de una divinidad, sino la universalidad simbólica y significante en donde todo cabe y todo es posible, porque es el único “lugar” donde todo puede caber y existir.

Recuérdense las estrofas que al inicio de la historia le son leídas por Carlos Argentino al narrador de la historia; son estrofas de pésima construcción; de que son presentadas como propuesta estética y literaria a ser refutada; pero en el desarrollo del cuento, Borges no opta por contraponer una forma distinta de versificar ni de hacer poesía en general; la poesía la hace con el propio tejido narrativo y la propuesta y concepción del lenguaje alternativo la hace manifiesta en el momento en que hace estallar las estructuras lingüísticas en su descripción del Aleph.

Lo anterior puede confirmarse en el siguiente diálogo que se da entre Carlos Argentino y el narrador, justo cuando aquél le está describiendo lo que es el Aleph, desde cuándo lo tiene y cuáles son sus características esenciales:

“-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?

-La verdad no penetra en un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz…“.

El único anclaje que existía, hasta ese momento, entre el narrador y Carlos Argentino Daneri es Beatriz, de quien ya muerta, parafraseando a Umberto Eco, solo queda el nombre prístino; es ella quien determina el tipo y constancia de la relación entre ambos personajes, pero no sólo como un recurso evocativo de la Beatriz de Dante, sino sobre todo, como hilo existenciario conductor del texto. Beatriz es la memoria, la posibilidad del habla y la escucha; la posibilidad de abrir el encuentro con el punto donde se contienen todos los puntos del universo: el lenguaje.

Aquí es pertinente retomar una vez más la idea de la interpretación que tiene Gadamer, y que ubica a esta tarea más allá de las disciplinas empírico-analíticas, retrayendo el debate al área de las disciplinas del espíritu, y convocando a comprender que lo que está en juego es la posibilidad de la existencia y el establecimiento de su verdad. Sostiene Gadamer: “El fenómeno de la comprensión no solo atraviesa todas las referencias humanas al mundo, sino que también tiene validez propia dentro de la ciencia, y se resiste a cualquier intento de transformarlo en un método científico” (Gadamer, 1999).

Hay en esto un elemento sustantivo en el Aleph: la incorporación del autor como narrador ficcional. Pocos son los autores que se han convertido a sí mismos, sin afanes autobiográficos, como personajes de sus obras narrativas: Unamuno en Niebla, Henry Miller en Trópico de Capricornio, y el propio Borges en el Aleph, quien además nos revela su identidad en un acto desolado de memoria y evocación: un acto de existencia pura, de resignación y reclamo ante la vida y la lógica de la muerte que le rige.

Dirá en el momento previo de su reunión con Carlos Argentino y su encuentro definitivo con el Aleph; así, mirando el cuadro de la amada muerta, dice en voz alta:

-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges. 

Resulta por demás interesante toda la narrativa de negación que sigue Borges respecto de la historia contada por Carlos Argentino, a quien tacha de loco, maniaco, extravagante; y quien le proporciona “ridículas instrucciones” para poder colocarse de la manera indicada para ver el Aleph: posar la vista en el “escalón decimonono” (mayor barroquismo es difícil); todo lo que lleva en algún momento a hacerle pensar que se dejó engañar por un loco que quería matarlo. Y justo en ese instante; en el que llega a la claridad de comprender la total inverosimilitud del relato de Argentino, aparece delante suyo, el Aleph:

Desconcierta que justo en ese instante, advierte Borges que es cuando efectivamente inicia su relato; pero es que es entonces cuando el lenguaje se le revela como mundo y construcción de verdad, en el sentido ontológico ya dicho; y cuando todos sus límites y posibilidades se ponen en operación lógica y antilógica.

Dice Borges: “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur”.

Como se dijo líneas arriba, el encuentro que tiene el narrador con el Aleph no es otro sino el que tiene quien piensa al mundo como palabra y gramática; como sintaxis y pragmática, todo unido a través de los finos hilos de la retórica y la semántica. Todo está ahí, porque todo viene de ahí; y por ello este encuentro es equiparado por Borges con la experiencia que tiene el místico frente a la divinidad. De ahí que también líneas arriba, este encuentro haya sido descrito como una especie de epifanía; porque se trata de un encuentro con lo que en algún momento Wittgenstein habría establecido como “aquello de lo que no puede hablarse” y solo ser mostrado.

Es aquí donde se pone en pleno juego la recepción lectora; se trata más que del seguimiento de las palabras a través de la vista, de un ejercicio de escucha. Y es eso lo que pone en operación la literatura, un lenguaje que busca a otro que interpreta, que es interpelado y en quien se busca provocar el encuentro con la verdad que el lenguaje revela desde la potencia creadora de la lengua. Por eso decía Paz que el auténtico poeta, quien hace poiesis, crea un algo donde la nada reinaba.

Al respecto dirá Gadamer: “El concepto de la literatura no deja de estar referido a su receptor. La existencia de la literatura no es la permanencia muerta de un ser enajenado que estuviera entregado a la realidad vivencial de una época posterior, en simultaneidad con ella. Por el contrario, la literatura es antes bien una función de la conservación y de la transmisión espiritual, que aporta a cada presente la historia que se oculta en ella”. (Gadamer, 1999, p. 213).

Esa historia que se oculta es el propio devenir de la existencia hecha lenguaje; memoria pensada y vivida; construcción de tiempo y espacio de realización del mundo. Por ello resulta doblemente significativo que, en su intento de descripción del Aleph, Borges diga: “Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad”.

¿Pero no se había dicho que la literatura es construcción de verdad, en el sentido de Gadamer? Sí, y en nada contradice Borges esta idea; pues en este contexto, la literatura, como la entiende el autor, es mera ficción; mero relato inerte; la vida está en el lenguaje y el lenguaje está vivo sólo en el momento en que rompe con la petrificación de la forma y la esclerosis de la rigidez de las estructuras.

Habría que interpretar entones que todo lo que vio Borges en el Aleph, una copiosa enumeración de cosas sin lógica ni sentido, es precisamente todo lo que es y no es el lenguaje: lógica abierta, signo polisémico; cada una de las cosas, personas y lugares enumerados son incoherentes, porque no hay coherencia en la existencia en cuanto orden de la misma: es soltura de amarras de la lógica, para poner al lenguaje en un acto creador inacabado.

La venganza de Borges sobre Carlos Argentino es sutil y cruel: se niega a discutir el Aleph; porque no es un “algo discutible”. Es palabra, vocación de verdad, llamada de escucha; práctica de la escritura y el habla, señorío de todos los silencios…

Bibliografía

Beuchot, Mauricio, Tratado de Hermenéutica Analógica, Unam, México, 2010.

Borges, Jorge Luis, “El Aleph”, en Obras reunidas (compilación de Rodríguez Monegal), FCE, México, 2008.

Gadamer, Hans-George, Verdad y Método, Editorial Sígueme, España, 1999, p. 23.

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