En su octava tesis sobre el concepto de la historia, Walter Benjamin escribió: “La tradición de los oprimidos nos enseña que ‘el estado de excepción’ en que ahora vivimos en verdad es la regla” (1) . ¿A qué se refiere Benjamin con la idea del estado de excepción? Ni más ni menos la utiliza para referirse al estado de cosas impuesto por el estado totalitario, mediante el cual se suprime la libertad y se ejerce la violencia, bajo el argumento del interés público y en nombre del progreso.
La historia, señalará Benjamin en otro de sus textos es la que escriben quienes resultan victoriosos, sobre las ruinas de los vencidos. Y de eso es precisamente de lo que trata la novela El arpa y la sombra de Alejo Carpentier: del discurso surgido de la Conquista de América, y la narrativa que se generó en torno a ella. Particularmente, la narración se da en torno a la figura del almirante Cristóbal Colón, y su significación para esa historia narrada y pensada desde Occidente.
Carpentier nos regala una poderosa novela en la que, a través de sus 33,005 palabras distintas que en ella utiliza, invita a la reflexión sobre la memoria pensada, pero también la memoria olvidada, invisibilizada en torno al sufrimiento y dolor generados en aras del progreso, la cristiandad y el afán de gloria y poder de los conquistadores.
Dividida en tres partes, la obra se centra en el proceso religioso mediante el cual se intentó beatificar al navegante genovés. Y es que es justo detrás de ese poder eclesial, donde actúa el poder real, es decir, el poder político y económico que le dio un sentido al discurso de la
conquista.
La novela va de las tribulaciones de Pío IX -viajero igual que Colón-, quien enfrenta severos dilemas éticos en torno a la posibilidad o no de proponer la beatificación de Colón. Al hacerlo, sus dudas van de la consideración de la vida de Colón, como la de un simple mortal, a la idea de una figura unificadora, de un Santo que diera identidad a las tierras de América; todo ello en medio de un viaje fallido a Chile, en el que la misión eclesial que le fue encomendada cuando era joven, resultó en un completo fracaso.
En la construcción de la trama, la genialidad de Carpentier asoma por todas partes. Y para darle un pleno sentido de realismo a su obra, recurre constantemente a mencionar e involucrar en sus pasajes a personajes históricos de todo signo: desde grandes escritores, pasando por navegantes y militares, por políticos y obispos, hasta figuras ya consagradas en el santoral católico.
Dos son los argumentos que dan al traste con la pretensión de abrir la puerta de acceso a la aureola, como lo diría Carpentier: el haberse unido carnalmente con una mujer sin haberla desposado y haber engendrado con ella a un hijo “ilegítimo”; y haber promovido la esclavitud y la trata de esclavos a su llegada a América.
Para mostrar lo inaceptable de la postulación, Carpentier recurre a un fabuloso recurso en el que debaten, en lo más alto de la curia romana, desde Bartolomé de las Casas, Julio Verne, Víctor Hugo y León Bloy, todos a coro y al ritmo que marca el irónico “abogado del diablo”, quien señala siempre, con toda ironía y con toda pulcritud, lo absurdo de las argumentaciones bajo las cuales se presentó -aún con las más de 800 firmas cardenalicias de respaldo-, la candidatura de Colón, quien asiste como testigo mudo al debate, en la figura del “invisible”.
En esa construcción hay mucho de síntesis de esta obra de Carpentier; porque Colón es lo de menos en la construcción del discurso del progreso que se potenció con la llegada de los navíos españoles a las tierras americanas. Pero esto pudo ser de otro modo, porque la historia es un proceso de azares y concatenaciones causales. Dice Carpentier en la página 85 de esta novela, en el diálogo que sostiene este “pobre invisible” de Colón, con otro invisible -muerto-, paisano suyo:
“Aunque, pensándolo bien: si el descubrimiento de América hubiese interesado a un rey Enrique de Inglaterra, Simón Bolívar se llamaría Smith o Brown… Igualmente, si Ana de Bretaña hubiese aceptado tu oferta, donde hoy se habla el castellano, se hablaría algún bárbaro dialecto del Morbihan”.
Pero no debe confundirse este juego de posibilidades con el curso material y concreto de la historia. Porque lo que revela Carpentier en ese párrafo es la idea de un inequívoco desenlace similar de la historia del mundo: de un modo o de otro, el encuentro bárbaro de Europa con América se habría concretado, porque el afán de expansión, la búsqueda de riqueza y la lucha de los poderes de los reinos de Europa, con el surgimiento del Estado nacional, como una de las figuras fundantes de la modernidad, estaba ya en marcha y, cuando los imperios se enfrentan, las fronteras se diluyen y la justicia se hace nada.
Los viajes de Colón abrieron la era de lo que Sloterdijk llama “el mundo esfera”. A partir de sus navegaciones, el mundo se hizo mundo; se inauguró una nueva forma de ser y estar en la tierra, y con ello, de la propia conciencia de sí del sujeto moderno, y de todo lo que vino hacia adelante; y así lo plasma Carpentier en el discurso de defensa de la causa de la beatitud del genovés:
“¡Oh grande, grande, grande Christophoros, ganaste la partida, tu aureola está en puertas, habrá Consistorio, tendrás altares en todas partes, serás como el gigante Atlas, cuyos potentes hombros
cargan ya, por siempre, con un mundo que tu hiciste redondo, puesto que, gracias a ti, vino a redondearse una tierra que era plana, limitada, circunscrita, de fronteras asomadas a los abismos insondables de un firmamento que también estaba abajo, idéntico y paralelo, sin que nadie supiese, a ciencia cierta, si lo de arriba estaba abajo, o lo de abajo arriba…!)”.
A lo largo del texto, Carpentier no deja de sorprender con el uso del “realismo” para generar al mismo tiempo un efecto ilusorio. Como si se tratara de, al incorporar a la “historia oficial” en su relato, pretendiera exorcizarla y ubicarla en la “contrahistoria”, laque se narra por los vencidos, la que expone los costos pagados por quienes resultaron derrotados.
Difícil encontrar una narración más dura que la expuesta por el personaje construido de Colón, cuando, ante la inminente llegada de la muerte, percibida todo el tiempo a través del confesor franciscano que habrá de escucharle, y que tarda tanto en llegar a su lecho de muerte, se confiesa a sí mismo la sorpresa ante las atrocidades y atropellos cometidos: la captura de los indígenas que fueron presentados a la Corte, todos muertos, todos trasterrados y utilizados como evidencia de que las nuevas tierras habrían de darle a la corona española no sólo oro, sino fuerza de trabajo, la principal materia prima del capitalismo naciente.
Dirá Carpentier, en boca de Colón, en la página 70 de su novela:
“Pero lo que no habrá de ser olvidado, cuando hayas de rendir cuentas donde no hay recurso de apelación ni de casación, es que con tus armas que tenían treinta siglos de ventaja sobre las que pudieran oponérsete, con tu regalo de enfermedades ignoradas donde arribaste, en tus buques llevaste la codicia y la lujuria el hambre de riquezas, la espada y la tea, la cadena, el cepo y la tralla que habría de restallar en la lóbrega noche de las minas, allí donde se te vio llegar como hombre venido del cielo —y así lo dijiste a los Reyes— vestido de azur más que de gualda portador, acaso, de una venturosa misión”.
Y aquí es importante hacer notar lo siguiente: si bien la mayor parte de la obra hablan dos personajes -Pío IX y Cristóbal Colón, mucho más éste que el otro-, en realidad por boca de ellos habla “el espíritu de la modernidad”, el afán de avasallamiento y dominio racional del mundo, que habrá de sintetizarse en la obra de Descartes, y que terminó percibiendo y conceptuando al “mundo como presa”, como lo señalarían Adorno y Horkheimer.
Esta visión fue ocultante por siglos de la dura visión de los vencidos, como lo diría León Portilla, que en Carpentier se lee, en voz del Colón arrepentido de su obra, quien habla del último de los indios llevados como “muestra”, a España:
“Por Dieguito, el único que me quedaba, supe que esos hombres no nos querían ni nos admiraban. Nos tenían por pérfidos, mentirosos, violentos, coléricos, crueles, sucios y malolientes, extrañados de que casi nunca nos bañáramos, ellos que, varias veces al día refrescaban sus cuerpos en los riachuelos, cañadas y cascadas de sus tierras. Decían que nuestras casas apestaban a grasa rancia, a mierda nuestras angostas calles, a sobaquina nuestros más lúcidos caballeros, y que si nuestras damas se ponían tantas ropas, corpiños, perifolios y faralás, era porque, seguramente, querían ocultar deformidades y llagas que las hacían repulsivas −o bien se avergonzaban de sus tetas, tan gordas que siempre parecían prestas a saltarles fuera del escote…”.
El Colón que se lee en Carpentier no deja lugar a dudas: la historia es una sombra, tal como titula a la tercera parte de la novela; sombra que se proyecta entre un mar de confusiones hacia todo lo aparentemente irradiante de la modernidad. Todo es un juego de apariencias, como lo señalará casi al final del texto, y que así se le revela a almirante genovés atribulado ante una realidad que le desborda y trasciende; y por ello es relevante insistir; quien se abre y se nos revela en esta voz no es otra cosa sino el discurso filosófico, pero también ideológico de la modernidad.
Así, dirá Carpentier, utilizando de portavoz a Colón, en la página 86 del texto:
“Un día, frente a un cabo de la costa de Cuba al cual había llamado yo Alfa-Omega, dije que allí terminaba un mundo y empezaba otro: otro Algo, otra cosa, que yo mismo no acierto a vislumbrar…”.
Regresando al inicio, la figura del arpa remite a la idea de la santidad, a la figura de los ángeles tocando música celestial; pero tratándose se la historia, también permite pensar en el Angelis Novus, el cuadro de Paul Klee que Walter Benjamin utiliza para pensar en la historia.
Ese Ángel es la voz del Colón arrepentido en la obra de Carpentier. Es la conciencia que sabe de sí, que sabe que su voluntad de saber ha sido siempre y en todo momento, voluntad de poder; y esa es la historia que, en el ámbito literario, pretende desenterrar de entre los saberes sometidos, como lo sugería Foucault, a través de la contrahistoria que se construye con la erudición y que rastrea y edifica su propia genealogía. Dice Benjamin:
“El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán sopla desde el paraíso y se arremolina en sus alas, y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Este huracán lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro… Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso”(2).
A punto de morir, el Colón de Carpentier da un giro inesperado: a pesar de que se había jurado que lo diría todo, que confesaría todo, que mostraría haber sido un pecador por lujuria, por idolatría al dinero, por mentiroso y embustero, de pronto decide callar, y solo hablar de lo que le beneficiaría ante los ojos ajenos.
Y es ese silencio el que Carpentier llama a romper, a evidenciar, a desenterrar; porque en ese silencio quedan sepultadas las memorias de los vencidos, de los derrotados; de los tristemente olvidados e invisibilizados, como invisible aparece al final, Colón, no el artífice, sino el instrumento de la nueva historia que se abrió paso a través de sangre y fuego por las nuevas tierras.
Bibliografía:
* Carpentier, Alejo, El arpa y la sombra, Siglo XXI editores, 1979.
Benjamin, Walter, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Itaca-UACM, México, 2008.
* Ferrada, Alarcón, Ricardo, Texto e identidad en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, Revista Literatura y Lingüística, Santiago de Chile, No. 17, 2006.
* Paz, Soldán, Edmundo, Alejo Carpentier, teoría y práctica de lo real maravilloso, Universidad de Cornell, versión electrónica disponible en: file:///C:/Users/Sa%C3%BAl/Downloads/22736-
Texto%20del%20art%C3%ADculo-22755-1-10-20110607.PDF consultada el 14-09-2019
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