por Adela Cortina
No hay una auténtica democracia europea, los gobernantes toman acuerdos bilateralmente, cambiando las lealtades al hilo de la conveniencia coyuntural, pero no se atiende a las aspiraciones de los supuestos ciudadanos europeos.
Los europeos, inventores del Estado nacional, habríamos ideado también una comunidad de soberanías compartidas capaz de ir sentando las bases de una sociedad cosmopolita. La unión económica exigiría reforzar la unión política y, como condición de posibilidad de una y otra, se potenciaría la Europa de los Ciudadanos, clave de bóveda de todo lo demás.
Pero la crisis actual ha puesto en evidencia que ninguna de esas metas se había alcanzado, porque ha sido el egoísmo de cada país el que ha presidido sus actuaciones y no la cooperación imprescindible para que funcione como tal unión en el orden ciudadano, político y económico.
Este funcionamiento es suicida. Y no sólo porque va en contra del sentido de la democracia, no sólo porque resulta inmoral tomar decisiones sin tener en cuenta a sus destinatarios, sino incluso por algo tan simple como que resulta irracional. Tanto tiempo presumiendo de que el progreso humano se ha beneficiado del avance racional propiciado por Europa, para venir a dar en la irracionalidad más pueril.
Sabemos desde hace tiempo que lo racional no es buscar el máximo beneficio de forma egoísta sino tener la inteligencia suficiente como para cooperar desde una base de cohesión social. Acertaban los viejos anarquistas al asegurar que es la ayuda mutua la que beneficia a las especies y no la despiadada competencia.
La razón humana integral no es estúpidamente egoísta, sino cooperativa. Como dice Tomasello, “nunca veréis a dos chimpancés llevando juntos un tronco”; fue la capacidad de cooperar la que hizo progresar a la especie humana. Los que trabajan codo a codo no sólo consiguen cambiar el tronco de lugar, sino también generar un vínculo de amistad que vale por sí mismo y para trabajos futuros.
Ese parecía ser el corazón del proyecto de una Europa unida. Resulta desalentador ver cómo la Europa que inventó la democracia en la Grecia clásica; que acuñó la idea de dignidad humana como núcleo de la vida compartida; que potenció la racionalidad no sólo científica sino sobre todo moral; que descubrió el Estado social y la posibilidad de una comunidad supranacional ha traicionado su propia identidad con un tenaz empeño suicida.
Las actuaciones en Chipre (que son a todas luces más fruto de la improvisación egoísta y chapucera que de una preocupación inteligente por el bien de la población) se suman a esta reciente historia de agravios a los países del sur, en los que se ha ido generando una aversión profunda hacia los supuestos socios del norte. Una situación de la que se benefician los populismos y los totalitarismos de uno u otro signo, los que no tendrían ninguna oportunidad de medrar en una sociedad justa.
¿Cómo es posible que a los bien situados les resulte tan difícil aprender que los países y las personas son interdependientes, que es falso que mi ganancia dependa de las pérdidas ajenas? Es justo lo contrario, si los países del sur quedamos esquilmados, como es el caso, no sólo nosotros saldremos perdiendo, también perderán los del norte.
Decía Kant que hasta un pueblo de demonios, de seres sin sensibilidad moral, preferiría un Estado de derecho que una situación de guerra de todos contra todos. Con tal de que tengan auténtica inteligencia humana, como la que se revela en el juego del ultimátum. En él un jugador oferta créditos a otro, que puede aceptarlos o rechazarlos. Si acepta, ganan los dos; en caso contrario, ninguno gana nada.
Si fuera verdad que la racionalidad humana trata de maximizar el beneficio unilateralmente, el que responde debería aceptar cualquier oferta superior a cero, y el proponente debería ofrecer la cantidad más cercana posible al cero. Pero los que responden tienden a rechazar ofertas inferiores al 30% del total, porque no quieren recibir una cantidad humillante, y por eso los proponentes tienden a ofrecer del 40% al 50% del total para poder ganar algo. Por si faltara poco, los que sí muestran una racionalidad maximizadora cuando entran en un juego del ultimátum adaptado para ellos son los chimpancés, no las personas.
Mala cosa es la humillación de los peor situados y además ni siquiera es inteligente. Lo inteligente, en el caso de Europa, es recuperar la propia identidad creando una auténtica democracia, basada en la cohesión social y en la ayuda mutua.•
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