¿Cuánto le cuesta a un país que franjas de su población vivan en condiciones de hambre? ¿Qué significa, más aun, cuando cuenta con los recursos suficientes para garantizar a todos sus habitantes el acceso a alimentos sanos, nutritivos e inocuos?
¿Cómo entender, más allá de la racionalidad monetaria, que haya más de 1,200 defunciones anuales a causa directa de la obesidad y otras formas de hiperalimentación, y que al mismo tiempo haya alrededor de 8 mil defunciones anuales por desnutrición?
¿Cómo puede generarse una explicación sensata, pensando en futuras generaciones, de que en nuestro país vivan varias de las familias más acaudaladas del planeta, y que, de manera simultánea, millones sobrevivan con ingresos que no son suficientes para adquirir una canasta alimentaria?
El INEGI generó en la Encuesta Intercensal datos sorprendentes relativos a la inseguridad alimentaria y el incumplimiento del derecho a la alimentación, consagrado en el artículo 4º de la Constitución: en 28.95% de los hogares algún adulto tuvo “poca variedad en sus alimentos”; en 19.45% comió menos de lo que debería comer; en 11.1% algún adulto sintió hambre, pero no comió; en 10.7% dejó de desayunar, comer o cenar; y en 10.1% alguno de los adultos se quedó sin comida.
Todavía en la década de los 70 del siglo pasado se consideraba popularmente que México era “el cuerno de la abundancia”, y se decía popularmente que sólo alguien “muy flojo” podría llegar a tener hambre. Todo esto ha cambiado, y hoy la pobreza y la inmovilidad social se han convertido en el destino inevitable para prácticamente la mitad de la población.
Hay más datos del INEGI, relativos a la niñez: en 19.3% de los hogares en que viven niñas y niños, alguno de ellos tuvo poca variedad en sus alimentos; en 14.2% comió menos de lo que debería comer; en 14.3% a alguno de ellos tuvo que servírseles menos comida; en 7.41% alguna niña o niño sintió hambre, pero no comió; en 6.6% alguno de ellos dejó de comer todo el día, y en una proporción similar alguno de los menores de 18 años tuvo que acostarse con hambre.
Todas éstas son cifras asociadas inevitablemente a la corrupción. Por un lado, porque el dinero del erario público es desviado para propósitos distintos a los que estaba destinado, o de plano se lo roban, y por el otro, la incompetencia gubernamental, que también es una forma de ser corruptos, porque implica asumir cargos para los que no se está preparado y porque se tiene el cinismo de buscarlos a sabiendas de que no se cuenta con la capacidad de ejercerlos.
Se trata también de cifras que nos han colocado, junto con la violencia y la impunidad, en una condición de permanente escándalo, porque en este país no hay justicia para los pobres y porque los hambrientos no tienen ninguna posibilidad de escapatoria ante la depredación de una clase política inmoral en lo general, y de una clase empresarial rentista y sin vocación democratizadora de las instituciones y dinámicas económicas.
En este contexto, el costo del hambre es prácticamente inconmensurable: ¿cómo valorar o tasar la sensación de angustia ante la realidad infame de no tener dinero para comprar comida para los hijos? ¿Cómo y con qué rasero pueden establecerse criterios para dimensionar la tristeza y el dolor de asumir al hambre y la enfermedad como determinantes de la vida cotidiana?
Pareciera que poco a poco, no queda más opción que repetir los versos del gran Efraín Huerta:
“Dulcemente a solas me miento la madre,
porque yo sí procuré, procuro algo, canceroso procurador
-hígado roto, riñones de cemento-,
procurador de la miseria y de los muertos…
testigo, testimonio,
dolorido hasta los ascos,
ardido por mis hijos y por mis hermanos apaleados,
asesinados.
Dios nos bendiga,
diez, dieces de junio, dioses de siempre,
y compadezcamos a Dios
que tampoco vio nada”.
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