Uno de los mayores retos que enfrenta el país se encuentra en la muy amplia base social que tiene el crimen organizado en diferentes regiones y que facilita sus actividades, no solo por el respaldo popular en eventos críticos, sino porque hay una extendida tolerancia social a la presencia extendida y cada vez más pública de los grupos delincuenciales.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
Esta tolerancia se expresa de diferentes maneras en prácticas y procesos culturales muy complejos, que van desde la difusión masiva de todo aquello que está vinculado a las acciones delincuenciales, normalizando con ello su presencia e influencia en casa vez más espacios de la vida pública.
Además, en una cultura en la que el machismo y la violencia se han arraigado de manera muy profunda en imaginarios colectivos, su desarticulación y deconstrucción requiere de un enorme esfuerzo de toda la sociedad para lograr la edificación de un nuevo arreglo social sustentado en los valores de la paz, el respeto a la legalidad y ante todo, el respeto a la integridad y la vida de los otros.
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Combatir al narcotráfico exige del Estado mexicano una nueva estrategia de seguridad ciudadana que incluya una nueva pedagogía para la paz y la convivencia civilizada de todos quienes habitamos en el país. Esta pedagogía puede sustentarse en lo que filósofos como Gadamer han llamado el sensus comunis, es decir, un sentido común que nos identifica y que nos da un sentimiento de cohesión y unidad frente a proyectos compartido de largo aliento.
Hay ejemplos muy claros en los que se muestra el nivel de penetración de la cultura de la violencia y el crimen: desde expresiones religiosas en la construcción de rituales y la veneración a figuras aparentemente protectoras de la delincuencia (cómo Malverde o la llamada Santa Muerte), hasta las expresiones cotidianas de la música popular en géneros como los narco corridos y otras formas de creación musical dirigidas a romantizar y presentar como héroes a quienes en realidad propician la disolución y la fractura social.
Así, en una sociedad con valores sumamente arraigados como el machismo, la misoginia y la violencia como mecanismo de afirmación, los retos se multiplican porque no se trata solo ya de la captura de capos o la desarticulación de bandas delincuenciales, sino de difundir y promover nuevas formas de realizar la vida en el marco de la legalidad y la vida comunitaria.
¿Cómo se puede desmontar o al menos desligar ciertos gustos musicales de la apología del crimen? ¿Cómo separar expresiones religiosas y de creencias de prácticas que atentan contra la seguridad e integridad de millones? ¿Cómo enfrentar el deseo aspiracional de miles de jóvenes de andar armados, en vehículos ostentosos y bajo el manto de la impunidad o la colusión corrupta de las autoridades?
En ese sentido, la política y acciones de seguridad deben vincularse urgentemente con un modelo educativo nacional orientado a la promoción de la paz, de la igualdad y ante todo, de una poderosa cultura de compromiso y valoración positiva de los derechos humanos, lo que implicaría el rechazo y la intolerancia social ante la violencia y la criminalidad.
No podemos ser un país con cientos, quizá miles de niñas, niños y adolescentes sicarios. No podemos seguir siendo un país con centenares de miles de huérfanos por la violencia armada, desamparados por el Estado y dejados a la vorágine de los grupos delincuenciales y no podemos seguir siendo un país donde se tolera, promueve e incluso se festeja todo lo relacionado con las perversas prácticas de los delincuentes.
Por todo ello, el Estado mexicano no puede seguir bajo la idea de que el combate al narco es una cuestión estrictamente policial. Urge hacer mucho más desde la educación, la cultura y las humanidades, y ello requiere de un esfuerzo tanto presupuestal cómo de imaginación en materia de política pública para recuperar los espacios territoriales, pero sobre todo de los espacios simbólicos en los que los delincuentes han sido sumamente exitosos.
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