La advertencia del informe Latinobarómetro 2017 es contundente en lo que respecta a los indicadores relativos al apoyo que la ciudadanía le da a la democracia en nuestra región: “Lo que hoy es el promedio, antes era el mínimo. Lo normal ahora es el mínimo de antes”. Los avances, sostiene el informe, se tienen sólo en el ámbito de lo económico, pero no en el de la política y lo social, y advierte: hay una clara disociación entre el mundo de la economía y el mundo de la política. Los resultados que nos da este informe, de algún modo eran previsibles. La desigualdad en América Latina no ha desaparecido, las violaciones a los derechos humanos son constantes, la corrupción es una característica endógena de nuestros sistemas de partidos políticos; y la pobreza y el hambre son realidades que distan mucho de situarse siquiera en ruta de desaparecer
En el 2014, el Informe País sobre la calidad de la ciudadanía en México, editado por el Instituto Nacional Electoral, había alertado del muy bajo nivel de respaldo ciudadano a la democracia y, desde entonces, poco se ha hecho para diseñar una estrategia nacional de construcción de ciudadanía, sustentado en un modelo de gobierno e institucional auténticamente democrático.
En ese sentido, debe decirse que en el caso mexicano, más que una disociación del mundo de la economía con la política y lo social, estamos ante una dislocación, es decir, una ruptura entre lo que significa la “estabilidad macroeconómica” y el mundo de la vida cotidiana en el cual en millones de hogares se vive con el miedo de perder todo, incluso la capacidad de comer, así como la zozobra de ser víctimas de la delincuencia.
Aun con las recientes reformas no se logró romper con la tendencia de crecimiento mediocre que arrastramos desde hace treinta años: aproximadamente 2% de crecimiento anual, cuando otra estrategia de desarrollo podría llevarnos a una tasa de 5% anual.
Por ello los datos del Latinobarómetro, pero también los del “Panorama económico y social” de la CEPAL, deben llevarnos a la cuestión prioritaria que está en el centro de la fractura de nuestro modelo de desarrollo: cómo generar un quiebre de la desigualdad, porque en el fondo, hacerlo implica una transformación profunda en las relaciones del poder, tanto económico como político.
Abatir la desigualdad implica que haya más “jugadores” en el juego económico; que el Estado recaude más y que distribuya mejor; que el Estado asuma la rectoría de la conducción de la economía vía la justa regulación de los procesos económicos y que, al mismo tiempo, sea un actor relevante vía la inversión productiva y la dinamización de los mercados internos, con criterios sustentables y de procesos integradores de desarrollo regional y local.
La democracia no puede florecer donde las disparidades, la pobreza y la violencia son la constante; donde reina el desorden urbano; donde ser indígena implica una condena histórica de rezago y hambre, y en donde cada una de las fosas repletas de cuerpos torturados y mutilados constituye un agujero en la legitimidad y pertinencia del Estado y su autoridad.
Transformar a la sociedad requiere del respaldo democrático de la ciudadanía, pero en ello es en donde se encuentra el nudo Giordano, porque en México hay un muy bajo nivel de respaldo de la población a la democracia; y hay una muy baja confianza en ella como la forma de gobierno idónea para vivir en paz y con bienestar.
Con lo que tenemos podemos recobrar el sendero del crecimiento y la equidad: habría que iniciar con la consolidación del sistema universal de salud y con la estructuración de un sistema educativo nacional universal y gratuito desde el preescolar hasta la universidad.
Si logramos eso en 10 años, nuestra democracia comenzaría a recobrar su sentido mayor: ser un modo de vida en diálogo, en paz y con prosperidad para todos.
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