La única forma en que una democracia puede funcionar y prevalecer, es con base en el diálogo, El Estado debe de tener la capacidad de procesar los conflictos de manera razonada y razonable; y con base en un profundo respeto a la diferencia y a la libertad de expresión.
Autor Mario Luis Fuentes
Una constante del poder político es que es por regla general, alérgico a la crítica. Y en el caso del presidencialismo mexicano, hemos tenido ejemplos históricos de excesos reprobables: desde el caso del golpe al Excélsior de la década de los 70 del siglo XX, pasando por el férreo control vía el monopolio del papel y las deudas de medios; y hasta la burda compra de espacios, voces y opiniones.
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Hoy vivimos, sin embargo, una nueva forma de relación del Estado con los medios y con líderes de opinión. Se trata de una de las más agresivas, pues busca dinamitar, ya no solo la posibilidad de hablar de ciertos temas, sino que recurre a una de estrategias más corrosivas: la descalificación ética, vía la injuria y los adjetivos más duros.
En su cuarto año de gobierno, estamos viendo la versión más agresiva del jefe del Estado mexicano en contra de periodistas, académicos e integrantes de organizaciones de la sociedad civil. Para hacerlo, argumenta su “derecho de réplica”. Pero en realidad, estamos ante una andanada de agresiones injustificadas, porque incitan al odio y porque no promueven el encuentro de las inteligencias.
No es propio de un jefe de Estado, en un país democrático, injuriar a nadie; menos aún a quienes en ejercicio del derecho constitucional de la libertad de expresión, expresan críticas a los resultados de un gobierno. Desde esta perspectiva, resulta más que preocupante que en la administración más militarizada, con mayor número de asesinatos de periodistas, y con más violencia del crimen organizado en la historia del país, el presidente destine tiempo y recursos a lanzar improperios a quienes expresan su desacuerdo con su visión del poder y del país.
Se percibe en el presidente un ánimo beligerante, agresivo, que hace imposible no recordar expresiones como la del expresidente Peña, de “ya sé que no aplauden”; o la onerosa campaña -sobre todo por su inutilidad y sinsentido-, que se lanzó para decirle a la ciudadanía que, “ya chole con sus quejas”.
Un jefe de Estado que comprende a cabalidad su investidura no tomaría jamás a la crítica como un ataque personal; eso implicaría creer que el Estado es ella o él. Por el contrario, daría cause a un debate institucional de altura, dirigido a justificar, de cara a la ciudadanía, la racionalidad o lógica de sus decisiones y acciones y, con capacidad autocrítica, explicar por qué hay áreas en las que no se han tenido buenos resultados.
Lo preocupante de todo esto, es que la lógica que se ha impuesto en los últimos tres años define una peligrosa relación del Estado en contra de la prensa y la libertad de expresión. Por ello debe construirse un nuevo diálogo público sobre cómo definir los límites del poder presidencial frente a quienes no comparten su visión y proyecto.
Es evidente que ninguna administración puede pretender que la prensa, en bloque, se ponga de su lado; por definición, el periodismo democrático no tiene bandera política porque su vocación se encuentra en informar, denunciar y promover el debate, sea quien sea que esté en el poder. Su compromiso está del lado de la libertad, la democracia y la mayor objetividad posible y deben ser sus lectoras y lectores quienes decidan en torno a su credibilidad, y no un poder Estatal exigiendo compromiso político con una causa.
Frente a la magnitud de estos desafíos, resulta a todas luces un despropósito que el presidente desperdicie tiempo, energía y recursos del Estado para atacar a sus críticos. A final de cuentas, la mejor manera de defender a una administración es a través de su capacidad de cumplir con el mandato constitucional.
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