Uno de los resultados inevitables de la epidemia del COVID-19 en México será el empobrecimiento de cientos de miles, quizá de millones de personas, que se sumarán a los más de 50 millones que en 2018 fueron estimados con pobreza por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL).
Entre los meses de agosto y noviembre de este año, si las condiciones del país lo permiten, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía levantará la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares (ENIGH), con base en la cual el CONEVAL habrá de estimar los nuevos datos de la pobreza multidimensional.
Sin afanes catastrofistas, lo que viene es tétrico auténticamente para México. Sobre todo, debido a la brutal caída de los ingresos que tendrán las familias mexicanas, no sólo debido a la suspensión de actividades de decenas de miles de unidades productivas en todo el país, sino también al cierre de establecimientos, quiebra de muchos negocios, particularmente PYMES, y a la muy probable reducción en los montos de remesas familiares enviadas desde los Estados Unidos de América.
El gobierno no debe engañarse. No es tiempo para optimismos y narrativas motivadoras. Se trata de la urgencia de ser realistas y asumir, como escenario base, una caída del 7% del PIB. Lo anterior, porque de otro modo las medidas que se implementen podrían resultar cortas. Es mucho mejor siempre planear para lo peor, esperando lo mejor, que un optimismo injustificado sustentado en el pensamiento mágico y voluntarista.
EL próximo domingo, en un evento de corte político que no se comprende en estos momentos, el Ejecutivo Federal presentará un “informe de gobierno parcial”; y en ese marco, se ha prometido, se darán a conocer las medidas emergentes para reactivar la economía nacional.
Hasta ahora, el gobierno ha impulsado una política social de corte eminentemente neoliberal, vía la transferencia condicionada y no condicionada de recursos. Lo único que ha cambiado son los grupos de población beneficiaria y la ausencia de reglas de operación consistentes.
Por esto, no debe dejar de insistirse en el hecho de que la realidad nacional se está transformando aceleradamente. Que el presidente de la República deberá dedicar al menos dos años de lo que le queda a su mandato a reactivar la economía y sacar de la pobreza a los millones que caigan en ella, y más, si se puede. Y ello altera radicalmente su propuesta inicial de gobierno.
Por ello es urgente que el Gobierno de la República se diferencie por primera vez, de forma radical, de las “recetas neoliberales tradicionales”, y convoque a un diálogo nacional serio y fructífero, que vaya más allá de la visión reduccionista de liberales y conservadores, que niega la pluralidad política y la diversidad y multiplicad de visiones y posturas sobre la vida, la política y la realidad.
Hay millones que estamos dispuestos a dar todo lo necesario para respaldar al presidente de la República en la construcción de una nueva visión de gobierno, de una nueva economía y de una nueva democracia social. Pero hasta ahora, no hay convocatoria ni apertura a escuchar ideas distintas a las que se generan en su círculo cercano. Y de continuar así, lo que se perderá es la posibilidad de construir un país auténticamente incluyente y tolerante.
Ante la crisis, hay muchas cosas que pueden hacerse; por ejemplo, rediseñar al Gabinete social, en el que podría fusionarse al Sistema Nacional DIF con la Secretaría del Bienestar a fin de potenciar sus capacidades y eficientar, y hasta ahorrar recursos. Reubicar programas sociales esenciales; repensar y modificar estructuralmente a la SEDATU. Replantear y articular nuevos mecanismos de coordinación entre la Secretaría del Bienestar y la de Agricultura y Desarrollo Rural, entre otras acciones.
Hay muchas propuestas estructurales, por ejemplo, las planteadas por el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM; lo que hace falta todavía es voluntad de escucha; y ojalá se dé y se abra pronto.
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