El Hilo es un cuento de Rosa María Fajardo. Fue galardonado con el primer lugar en la categoría de Cuento, del Premio Ariadna, 2020.
A mi regreso de Montalcino, donde trabajo varios meses al año como experta enóloga en el Castello Buonconsiglio –propiedad de la familia Rossi da Piantravigna–, supervisando y dirigiendo la producción y elaboración de su Brunello; entre toda la correspondencia acumulada en mi departamento en México, encontré este inquietante recado de Manuel en una hoja de libreta Moleskine: “¡¿Cómo no me di cuenta, si ya le asomaban las alas?! Ven a verme, ¡te lo suplico! Debo contarte de ella para saber que existió. P.D. No toques, te dejo la llave en el lugar secreto. Por favor, tráeme unas botellas de tu reserva de Brunello di Montalcino”.
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Tratándose del abstemio, preciso y riguroso doctor en Letras Clásicas, ese no podía ser un mensaje sin sentido. Manu es mi vecino y mejor amigo desde la infancia, lo conozco más allá de su hermetismo y obsesión por decir siempre la verdad; a cualquier precio, pésele a quien le pese y aceptando las consecuencias. Sabía que, más que una nota, ¡era un SOS! Y, sin más, catapultada de la Toscana a la Colonia Roma (al menos –gracias al nombre– en algo de las dos tierras estaba siempre: en Italia cuando volvía a mi país y lo mismo de México me llevaba cuando partía), apenas dejé las maletas fui a su encuentro.
Abrí el portón directo con su llave, como me indicó; la noche había caído. La casa estaba con las luces apagadas, en abrumador silencio; el jardín seco y las plantas del corredor marchitas. El crujir de las hojas al pisar me provocó escalofrío, titubeé en la penumbra; sólo el maullido de Mina, su gatita persa, que salió a mi encuentro, me alentó a seguir. Abrí la contrapuerta, encendí la luz del recibidor y, al antes sobrio, pulcro y sano Manuel Cienfuegos lo encontré ebrio, entre densos humos indefinidos, desaliñado y con la barba crecida; caminando descalzo y desorientado. Apenas me vio; sin que yo pudiera decir nada, alzando un puño bien cerrado, como escondiendo algo, aclaró en su defensa:
–Sí, estoy borracho; pero no loco, ¡yo sé que existió! Me he terminado el vino de México. ¡Dame, dámelas ya; las botellas! –pidió tembloroso y con ansia el Brunello que llevé.
–¡No he venido a regañarte; sino a saber de qué se trata! Aquí estoy, ten las botellas; puedes contarme –respondí para tranquilizarlo.
–¡Vo-la-ba! –dijo silabeando y alargando el sonido de las letras.
–¿Quién? –interrogué.
–Ella… ¡La que vuela! –contestó tajante.
–¿Quién es “ella”? –demandé con énfasis.
–¡Los ojos le cambiaban de color!, como los lagos del volcán Kelimutu –exclamó extasiado.
–¿Cómo se llama? –insistí curiosa.
–¡Te digo que volaba! –gritó alterado, como si ya me hubiera contestado y yo no entendiera.
–Pregunté: ¿cómo se llama? –enfaticé sin perder la calma.
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Fue cuento de nunca acabar. Manuel evadía la respuesta, disparando a quemarropa lo primero que se le venía a la mente cada que preguntaba su nombre. Desistí y pedí que me explicara lo sucedido. Usando palabras remotas, que casi sonaban a un idioma incomprensible, con coherencia y sin lógica, al derecho y al revés, en pasado y en presente; pero sin futuro para compartir, él, recostado en el sillón, con la botella en una mano y el otro puño siempre cerrado, tejió y destejió así su historia, con toques de literato. Narró deambulando en los pasadizos donde lo onírico se encuentra con el realismo mágico:
“Remontar el vuelo submarino siempre fue natural entre nosotros; éramos argonautas. Nuestra alcoba era el mar; sumergía nuestra débil carne en la diáfana espuma de las sábanas. Poseidón, enardecido, desataba tempestades ante tal lujuria. Ella era mi playa y yo su ola. Sólo el ancla de mi pasión la retenía en el mundo, al ras del suelo, bajo las nubes; a mi lado. Una tarde de verano suspiró mirando un petirrojo e, inexplicablemente, ¡casi sale volando por la ventanilla del auto! Desde entonces decidimos atarnos juntos de las muñecas con hilo de barrilete.
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En la calle cuidaba con esmero nuestro hilo, más que un niño del de su globo recién comprado en el parque; porque, a cada estornudo, hipo, tos o suspiro, ¡se elevaba! Parecía como si sus pasos repelieran la tierra firme. Ahora sé que el paraíso la expulsó, consagrándome su delicada levedad; pero no pensé que me la arrebatara tan pronto. Quizá el tiempo se le agotó, o su espíritu era demasiado volátil e inasible para la densidad de este plano y mi incontrolable voracidad. En la cama, solo; con el consuelo de mis desamparadas manos, ¡el martirio se transforma en éxtasis de Santa Teresa! En mi diario onanismo, cuando ese travieso ángel del deseo sonríe y me penetra con su flecha, ¡padezco el dulce tormento de San Sebastián! Extraño su inefable perfume emanado durante el sexo”.
Manuel hizo una pausa y se adormeció. Yo, que no había osado interrumpir el rebuscado monólogo, le apreté ligeramente el brazo para espantarle el sueño. Prosiguió:
“La tarde de lluvia que la encontré supe que hice bien en no ceder al látigo de la soledad, evadir miradas, eludir al amor y adormecer el deseo; ¡la esperaba! Estaba sentada en una banca del camellón de Álvaro Obregón y, al verme a punto de cruzar la avenida, corrió hacia a mí y simplemente dijo: ‘Voy contigo. ¡Necesito atravesar al otro lado!’ Me dirigía a la Librería Pegaso; quería un café y revisar algunos libros. Tener que incluirla en mis planes no me incomodó y, así, durante horas me habló de su amor por los pájaros y su vida a la deriva. Al avisarnos que la librería estaba por cerrar, le propuse ir a mi casa. No pensé en ir más allá de otro café –tú sabes que yo no bebía– y plática infructuosa. Pero la noche, en un acto de gentileza o compasión, poco a poco le fue robando minutos a la luz, dilatando nuestro espacio. Dos meses después, seguíamos conversando, pero en el día; la oscuridad, piadosa, reservaba su tiempo a nuestros anhelantes cuerpos y, enredados en el luminoso oleaje de nuestro mar, despertábamos con rastros de épicas batallas navales”.
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Cerró los ojos y se quedó en silencio segundos que para mí fueron eternos. Esta vez lo sacudí con fuerza. Respiró hondo y siguió con su desordenado relato:
“Nunca le pregunté de su vida anterior; entre todo lo que pudo haber sido o fue, decidió quedarse a mi lado, y para mí era suficiente. Aunque nuestros intereses divergían, siempre encontramos el conductor para abastecer de energía nuestra infatuazione, ¡para decírtelo a la italiana! –gesticuló, haciendo un sonsonete–. Ella no abordaba temas de filosofía, prefería vivir; no manejaba profundas teorías, llevaba a la práctica sus emociones; no era muy analítica, pero tenía la capacidad de sorprenderse; no intentaba desentrañar el alma humana, sabía amar. Le gustaban los días soleados; se divertía encontrando formas en las nubes, y en su rostro se asomaba la nostalgia.
Mi mujer, como empecé a llamarla, concebía el sueño abrazada a mí y despertaba con la larga cabellera arrastrando en la duela. Tomaba un baño con agua tibia al alba y desenredaba su negro pelo crespo con los dedos; suficiente para darle orden perfecto. Usaba vestidos de vuelo, ajustados al talle con cintas. Adoraba andar descalza por la casa y ver las deformaciones de su sombra al caer la tarde. Su buen juicio determinaba el momento preciso; su olfato era casi animal, su tacto era infalible y su boca de promesa derramaba agua fresca en estiaje. En las horas de arduo trabajo me donaba su ausencia en dosis exacta. Venía cuando la necesitaba y desaparecía si mi soledad bastaba para acompañarme.
Un mediodía la encontré sentada en medio del patio, en posición de loto, y un vendaval elevándole el vestido azul de florecitas que le regalé. ¡Estaba levitando! Su mirada, cristalizada, se hizo polvo al cruzarse con la mía y un piélago de lágrimas lamió sus ruborizadas arenas. La cargué y la llevé a la recámara, la metí en el lecho y la cobijé. Al cerrar los ojos dijo: ‘¡Siento que me voy a romper!’ Velé su sueño una semana. Peinaba su cabello por las mañanas y le contaba un relato de pájaros cada anochecer: aves kamikaze, temerarias y suicidas; buscando recuperar su equilibrio roto por el hombre.
No retornó completa de la oscuridad, empecé a perder su esencia en pequeñas medidas; como si ella fuera el precioso líquido de un gotero. Hasta ese quince de agosto –una semana después de haber abandonado su letargo– que, en plena Calzada de los Misterios, su ausencia se desbordó e, incontenible, continúa escurriendo por la coladera de la noche… Estábamos paseando, atados con nuestro hilo, cuando una feria ambulante llamó su atención. Sin dudarlo, me condujo hasta el tiro al blanco. Zafé el nudo de su muñeca para darle libertad de disparar el rifle. Vimos, uno a uno, caer yertos a todos los patos con el corazón de plomo certeramente perforado. Pidió otra ronda; mientras, yo fui a comprar dos paletas de hielo: una de limón para mí y otra de piña, ¡para mi hermosa niña!
¡En ese momento se soltó una ventisca y sus pies se despegaron del suelo! El señor del puesto le entregaba como premio una golondrina de peluche. Arrojé las paletas y corrí con todas mis fuerzas; sentí los músculos desprenderse de los huesos. Un remolino de gente me atrapó y me abrí paso a empujones. Nadie parecía notar lo que pasaba. Salté lo más alto que pude y la sensación fue terrible; el impulso desenhebró la madeja de mis intestinos, poniéndolos en línea recta hasta la tráquea. Y sólo alcancé a rozar las suelas de sus zapatos rojos de grueso tacón. Con los brazos extendidos hacia el cielo, en franca amenaza de lluvia, ¡me desgarré la garganta gritando su nombre!”.
Al oírlo decir “su nombre”, vi la oportunidad y con vehemencia exhorté:
–¡Su nombre! ¿Cuál es su nombre?
Pero él, armado con su revólver de palabras, disparó la última ráfaga calibre 45:
“Sonrió, seductora. Dejó caer la golondrina, que se estrelló en mi rostro; la sujeté de las alas, ¡como si quisiera desprender las de ella y llevarla a pique! Impávido, la vi desaparecer en punto de fuga… Mi perspectiva se perdió en el abismo entre sus bienaventuradas piernas; ¡mi jardín de las delicias perdido! Fin”.
–¿Fin? –cuestioné desconcertada y casi molesta– ¡No! ¿Y qué pasó entonces? –protesté.
–Nada –respondió él, indiferente y lejano–. Desde entonces no pasa nada. Y desde entonces no sé de mí. Ahora tengo mucho sueño, y quiero más vino.
Apenas concluyó esta frase y se deslizó en el sillón, haciéndose bolita. Quedé sorprendida, escéptica y conmovida con su relato rompecabezas. Lo cubrí y velé yo ahora su sueño. La gata, que había permanecido oculta, salió de su escondite y me acompañó. Recorrí la casa buscando indicios de esa mujer: “de la que vuela”. Nada. Ni sus vestidos, ni un tenue olor, ni uno de sus largos cabellos. Tampoco encontré ese peluche.
Manuel dormía ya profundamente. Le abrí cauta la mano y vi lo que ocultaba. Además de dos palitos de paleta, furiosamente mordidos y astillados, vi ¡el hilo! Per Bacco! ¡Existía! Lo conservaba como reliquia. Sangraba, herido por las esquirlas. Parecía un estigma. Con el asombro de Santo Tomás me acerqué a su oído y estremecida imploré:
–¡Al menos dime cómo se llama!
Sin abrir los ojos y cerrando celosamente el puño, en voz baja, despacio; como una confesión, al fin me reveló:
–Bendecida era su nombre y fue mi maldición…
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*Publicado originalmente en Premio Ariadna de Cuento 2020. Ed. Ariadna. México, 2019. Col. Premios Ariadna. pp 21-27. p. 177. Se publica con autorización de la autora y de la editorial.
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