El Manifiesto Futurista, escrito por Tommaso Marinetti, causó furor entre numerosos jóvenes europeos de principios del siglo XX. En efecto, publicado en 1909 por el Diario Le Figaro, sería considerado como uno de los textos fundantes de las vanguardias estéticas del siglo pasado.
Escribe: Mario Luis Fuentes
En su punto número 9, el citado manifiesto decía: “Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los libertarios, las bellas ideas por las cuales se muere y el desprecio de la mujer”.
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No sería exagerado pensar que esto lo signarían gustosos varios de los tiranos del mundo; pero también millones de seres humanos que viven la fascinación por las armas y por los símbolos de la guerra, y que acompañan en su aventura a quienes buscan ejercer el dominio y el poder en varios países.
Después de concluida la Primera Guerra Mundial, según Franz Marc, el propio Marinetti se arrepentiría de sus palabras, argumentando que no se había imaginado a cabalidad lo que implicaría la bestialización de la guerra; pues muchos de aquellos que pensaban en la purificación europea en ríos de sangre, pronto “se verían triturados por la inclemencia del acero”.
La Primera Guerra Mundial, nos dice Walter Benjamín, produjo toda una generación que regresaba del lodo de las trincheras y del terror de los combates, más pobres, y no más ricos en experiencia; condición que se radicalizaría en la Segunda Guerra Mundial, en la que Occidente enfrentó una de sus más severas crisis civilizatorias.
Pero del siglo XX parece que aprendimos poco: siguió Corea, Vietnam, Los Balcanes, África; y en el siglo XXI hemos visto caer una y otra vez las bombas en Siria, Palestina, Irak, Afganistán, y ahora en el corazón de Europa, con los misiles rusos destruyendo partes de las ciudades de Ucrania.
En ese contexto, ¿cómo debemos interpretar a la guerra, quienes parece que estamos tan lejos de ella, territorialmente hablando, pero que la percibimos de manera cercana y sumamente palpable, en la muerte que se riega todos los días en el territorio nacional.
Las estimaciones preliminares hablan de alrededor de 300 personas fallecidas en tres días de enfrentamientos entre Rusia y Ucrania; pero en nuestro país, donde no hay una guerra declarada, del 23 al 25 de febrero, el registro diario de homicidios intencionales da cuenta de 207 víctimas de asesinatos.
De manera cruel, la guerra en Ucrania nos recuerda la magnitud de la muerte en nuestro territorio; donde no caen misiles o bombas, pero sí resuenan todos los días las armas de alto poder aterrorizando a poblaciones enteras y desplazando a decenas de miles de personas de sus comunidades de origen desde hace ya más de 10 años que comenzó la cruenta batalla de los cárteles de la droga en nuestro país.
La paz debe anhelarse a diario; debe construirse y cuidarse cotidianamente; porque la destrucción y la muerte no pueden ser opción para nadie. Y esto debe plantearse con fuerza, tanto entre las naciones, como al interior de las mismas, más aún en territorios que se encuentran en manos de malhechores despiadados dispuestos a tirar del gatillo en todo momento y, ante todo.
Se estima que en lo que va del siglo XXI han muerto directamente en operaciones de guerra alrededor de 800 mil personas. En nuestro país, del año 2000 a febrero de 2022, el número de víctimas de homicidios dolosos se estima en 421 mil personas, una cifra de horror si se compara con las víctimas globales de la guerra.
Ante los cantos de los “neofuturistas”, es imprescindible rescatar otras voces y hacerlas resonar por todos lados; hay que hablar frente a ellos como lo habría hecho el poeta Bertolt Brecht:
“No os dejéis engañar con que la vida es poco. Bebedla a grandes tragos porque no os bastará cuando hayáis de perderla. No os dejéis consolar. Vuestro tiempo no es mucho. La vida es lo más grande: perderla es perder todo”.
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