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El horror y el perro de Zacatecas

Es difícil imaginar escenas más terroríficas, en cualquier lugar del mundo, que aquellas con las que atestiguamos todos los días el horror en México. No hay una semana en la que no circulen en redes sociales videos o fotografías de personas muertas, colgadas de puentes peatonales; cuerpos desmembrados en calles principales de las ciudades del país; o ejecuciones y enfrentamientos con armas de fuego en plazas y centros comerciales.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

La más reciente es una de las más escalofriantes porque revela el horror y el carácter de lo macabro en su máxima expresión: un perro callejero cargando una cabeza humana que había sido dejada en la calle como parte de los actos de terror que practican los grupos del crimen organizado para amenazar y amedrentar a sus adversarios y para mantener aterrada a la población; y vaya que lo logran.

Lo característico de una “sociedad espectáculo”, como le llamó el filósofo Guy Debord, no es solamente el carácter de teatralidad que cobra la realidad en todas sus dimensiones, sino, sobre todo, lo inconfesable de los pactos que están detrás del conjunto de imágenes y artificios que tenemos como escenario político y social de todos los días.

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Todo ello, a unos días de conmemorar, una vez más, los tradicionales Día de todos los Santos y el Día de Muertos. Se dice que en México dialogamos con la muerte; que no le tememos; que nos reímos de ella. Pero esa interpretación, relativamente torcida respecto de lo que Octavio Paz señalaba en su Laberinto de la Soledad, deja de lado el hecho de que si nos reímos de ella es porque precisamente le tememos y es una forma evadir la espantosa realidad de que algún día habremos de enfrentarla.

Lo peligroso de nuestros días se encuentra en el hecho de que las prácticas del crimen organizado no sólo están relacionadas con sembrar el miedo a la muerte, sino a algo más: el terror de saber que se tendrá, paradójicamente, también pensando en el poeta Paz, muerte peor que de perro; porque se sabe, por las imágenes que circulan en redes sociales, que las mutilaciones y decapitaciones se realizan estando las personas en vida.

Estamos ante una realidad que se caracteriza por lo sangriento; y por capacidades de crueldad y maldad inéditas. Porque lo que opera en las calles del país supera con mucho lo estrictamente delincuencial y se ubica en los extremos más inimaginados del mal radical: desaparición de personas, tortura, enterramientos masivos en fosas clandestinas, feminicidios e infanticidios por doquier. Una realidad espantosa, por donde quiera vérsele.

Ante tal nivel de horror, volteamos la mirada; lo cual es por supuesto comprensible; pero como contracara, vivimos en el otro extremo el consumismo y mercantilización de las fiestas: plazas comerciales y mercados pletóricos de personas, en un proceso frenético de compra y gasto en el que las tradiciones están en buena medida despojadas precisamente de significados profundos, y banalizadas en su desarrollo y forma.

En los Evangelios, María Magdalena y las mujeres que le acompañaban al visitar la tumba de Jesús, lloran desconsoladas. En el Evangelio de Juan se narra el encuentro con dos Ángeles; ahí se lee. “«Mujer, ¿por qué lloras?» Ella les contesta: «Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto»”. El eco del llanto de la del pueblo de Magdala resuena en nuestros días, porque es el mismo que se escucha en decenas de miles de hogares donde se llevan a hermanos, hijos, padres, y no se sabe dónde les han puesto.

En el Evangelio, la tensión se resuelve inmediatamente, y es el mismo Jesús de Nazareth quien da la respuesta final y certidumbre sobre su destino eterno. Pero aquí y ahora, no hay consuelo de ningún tipo: nos encontramos en un momento en que la desolación es total; y donde el abandono institucional profundiza la desazón, la tristeza y el dolor de los sufrientes; un abandono que se sintetiza de forma macabra en el vínculo indisociable que hay entre el horror y la imagen del perro de Zacatecas.

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