Hay una pregunta reiterada en las discusiones recientes sobre el Estado y el poder político: ¿por qué les cuesta tanto a los partidos-movimiento consolidarse como opciones eficaces y duraderas de gobierno?
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Una de las primeras respuestas se encuentra en que, al haber estado apartadas del ejercicio del poder, estas plataformas carecen de cuerpos profesionales de burócratas con las capacidades para generar resultados positivos de gobierno en el corto plazo. Se trata de movimientos cuya fuerza proviene de liderazgos populares, que van de lo nacional a lo local, pero cuya experiencia de gobierno suele ser limitada, lo que dificulta la implementación y adecuado desarrollo de sus propuestas.
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En segundo lugar, se trata de movimientos que regularmente se sustentan en un liderazgo unipersonal -lo que Weber denominó “liderazgo carismático”-, a los que les cuesta institucionalizar la lucha que desarrollan por décadas. Es decir, son movimientos generalmente de larga data que al llegar al poder no logran traducir la energía social de sus movimientos, en políticas públicas con plena legitimidad democrática.
Lo anterior, porque la legitimidad obtenida en las urnas no se traduce en política pública consensada, pues los liderazgos unipersonales se nutren del conflicto antes que del diálogo; profundizan la discordia con sus adversarios y dado el respaldo popular que obtienen en las elecciones, asumen que no es necesario construir alianzas con sectores de la sociedad que transportan y representan agendas legítimas que no tuvieron cabida en los regímenes pasados, pero que son igualmente excluidos de las prioridades gubernamentales de los movimientos que llegan al poder.
Hay otros dos elementos que pesan sobre esta peculiaridad latinoamericana: la debilidad de sus parlamentos, y la fragilidad de sus sistemas judiciales. El primer caso es resultado y parte de lo anteriormente dicho: aún cuando los partido-movimiento logran mayorías en los congresos, al estar subsumidas o ubicarse como subalternas de los liderazgos personales, no logran avanzar hacia la institucionalización de procesos de control del gobierno, como debería ocurrir en una democracia.
Lo anterior implica una debilidad institucional mayor, pues se piensa de manera reduccionista, que los Congresos son meros “contrapesos” del poder presidencial. Sin embargo, esa noción, sin dejar de ser cierta, reduce la relevancia de lo que implica la separación de Poderes en las formas de gobierno republicanas, en el sentido de que el Legislativo es un Poder que debería tener el mismo peso y calibre que el Ejecutivo, en una relación horizontal.
Por ello, en los modelos democráticos, principalmente en los sistemas parlamentarios o semi parlamentarios, se ha logrado el diseño de mecanismos de control del gobierno, fundamentalmente a través del control del presupuesto, en tres sentidos: 1) que su diseño y aprobación se plantea como producto de un consenso respecto de las prioridades y criterios de inversión y gasto; 2) que su ejercicio es vigilado y auditado bajo los principios de transparencia y rendición de cuentas; y 3) que el análisis del gasto y la inversión pública se dirige a la determinación de la calidad y eficacia de la política pública.
Respecto de los sistemas judiciales, su fragilidad tiene un origen doble en los sistemas presidencialistas que permiten la llegada al poder de liderazgos como los señalados: el primero es de carácter histórico, pues el acceso a la justicia es uno de los ámbitos en que se tiene una mayor deuda con la ciudadanía. En los países de la región, la justicia ha estado disponible fundamentalmente para quienes tienen la posibilidad de pagar por ella; y de hecho la justicia es uno de los bienes sociales menos valorados por las mayorías, pues se les percibe como instancias alejadas del ámbito de “lo popular”.
El segundo está relacionado con la legitimidad que fundamenta al poder judicial; pues al no ser elegidos popularmente, aquella proviene de la legitimidad del propio Congreso y del Ejecutivo, los cuales consensan la estructura orgánica y funcional del Poder Judicial, así como el nombramiento de quiénes lo integran.
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En una democracia consolidada, el otro gran control que opera es el de la Constitución; y esa es una de las principales tareas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero de todo el Poder Judicial de la Federación; pues no debe olvidarse que hoy, todas y todos los jueces y magistrados están obligados a ejercer el control difuso de la Constitución y a interpretar ampliamente el catálogo de nuestros derechos humanos a la luz de tratados y acuerdos internacionales.
Todos estos elementos son característicos de lo que está ocurriendo en nuestro país; y es relevante hacer hincapié en ellos ante el desencuentro del titular del Ejecutivo respecto del Poder Judicial, provocado por la suspensión definitiva que ha decretado un Juez federal respecto de varios artículos de la Ley de la Industria Eléctrica, por considerar que hay motivo de revisión sobre su posible carácter inconstitucional.
En este contexto, el paso que ha dado el presidente de la República, al arremeter políticamente en contra del juez que dictó tal medida, tiene implicaciones enormes y de fondo. Porque en primer lugar hay una asimetría de poder entre ambos personajes; en segundo lugar, porque el Ejecutivo es una de las fuentes de legitimidad que le permiten al juez llevar a cabo su trabajo; y en tercer término porque es el propio presidente quien constitucionalmente está obligado a seguir y plegarse estrictamente a las reglas constitucionales y legales para dirimir este tipo de conflictos.
En una democracia, los límites al poder están determinados por la Constitución y el orden jurídico; eso es lo que la diferencia de las monarquías y los regímenes absolutistas: que todos los jugadores en la disputa por el poder están dispuestos a seguir las reglas para el acceso, desempeño y búsqueda de la permanencia en los cargos públicos.
Al arremeter en contra del Poder Judicial, el Presidente ha decidido utilizar el recurso de la fuerza política, que en este caso no es necesariamente coherente con el mandato constitucional al que se debe y cuya vigencia está obligado a cumplir y hacer cumplir.
En la historia política mexicana, cada mandatario ha intentado, y de hecho así ha ocurrido, dejar “su marca personal” en el texto constitucional. Y ahora no es la excepción. Pero esto ha dañado profundamente al Estado de derecho mexicano; pues no se ha comprendido que la Carta Magna establece ellos grandes objetivos compartidos por la Nación mexicana; y no al revés, pues no se puede asumir que la Constitución debe, cada seis años, ser modificada para incorporar en ella la visión personalísima de quien detenta el Poder Ejecutivo de la Unión.
Desde esta perspectiva, si algo puede fortalecer estructuralmente a la institución presidencial es profundizar su democratización; y eso vaya que sí constituiría una transformación del país: dotarnos de un régimen presidencial que es fuerte por su carácter democrático y por su irrestricto apego al mandato constitucional.
Por otro lado, es importante señalar que si algo está cuestionando el presidente de la República es la posibilidad de que las y los ciudadanos podamos defendernos ante actos de la autoridad. En el fondo, lo que el presidente cuestiona es la legitimidad del juicio de amparo, que es el único recurso eficaz de que dispone la población para exigir el cese de las violaciones de derechos humanos; o por el otro lado, la activación de los mecanismos de garantía y protección que debe desplegar el Estado para garantizarlos.
En democracia, no es ni viable ni deseable sustituir al derecho por la fuerza política; porque cuando eso ocurre, el Estado de derecho se difumina, se deforma. Desde esta perspectiva, el Ejecutivo está obligado a llevar a cabo un ejercicio de autocontención, porque la deriva autoritaria a la que lo puede dirigir este tipo de acciones se asemeja inevitablemente a la figura de un Leviatán, cuyo rostro no queremos ver más en México.
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Investigador del PUED-UNAM
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