“El ojo del cíclope” es un texto de Eduardo Galeano, publicado en el siguiente enlace del sitio Servicios Koinonia
Los más fervorosos abogados de la globalización han puesto el grito en el cielo. ¿Qué es esta locura? Cuando Augusto Pinochet, el célebre serial killer, cayó preso en Londres, se desató un escándalo en los círculos latinoamericanos del poder. ¿El senador vitalicio convertido en prisionero vitalicio? No debe haber fronteras para los negocios, Dios libre y guarde, pero sí que debe haberlas para la justicia.
En América Latina, el poder es un cíclope. Tiene un solo ojo: ve lo que le conviene, es ciego de todo lo demás. Contempla en éxtasis la globalización del dinero, pero no puede ni ver la globalización de los derechos humanos.
Para la inmensa mayoría de la humanidad, Pinochet es, como Drácula, un símbolo universal de costumbres insalubres. En algunos países, llaman Pinochet a los malos cuadros de fútbol, que llenan los estadios para torturar a la gente.
Sin embargo, todo hay que decirlo, a Pinochet no le faltan admiradores. En Chile, y fuera de Chile. Al fin y al cabo, aunque mató a cuatro mil, él fue el papá del milagro económico que convirtió a Chile en uno de los países más exitosos y más injustos del mundo. Vista con un solo ojo, la única transición posible de la dictadura a la democracia, es la transición de una injusticia a otra injusticia.
En Chile, el cíclope llama “mi general” a Augusto Pinochet. Un himno militar, que el ejército chileno canta, exalta sus hazañas; y aunque la lectura nunca ha sido su pasión principal, la biblioteca de la Academia de Guerra lleva su nombre. Hasta el año pasado, y durante un cuarto de siglo, fue fiesta nacional el día del cuartelazo que en 1973 acabó con la vida de Salvador Allende y con la democracia chilena. Y todavía se llama 11 de Setiembre una de las principales avenidas de Santiago.
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Bocas abiertas, ojos bizcos: los presidentes latinoamericanos, reunidos en Portugal, no podían creer la noticia. Pinochet, senador vitalicio de la democracia chilena y criminal prófugo de la justicia española, había sido arrestado por los agentes de Scotland Yard, en su lecho de enfermo de la clínica más cara de Inglaterra, a una cuadra de la embajada de su país.
En Europa estaba ocurriendo, simplemente, lo que debía haber ocurrido en Chile muchos años antes. Noventa y cuatro españoles, o chilenos de origen español, habían sido asesinados en Chile, y el asesino andaba suelto. Un juez español cumplía su trabajo, y otro tanto hacían los policías británicos, que para eso la sociedad les paga.
La detención de Pinochet, un hecho normal, resulta ser una anormalidad inconcebible, desde el punto de vista del único ojo del cíclope. El estupor de los presidentes latinoamericanos ante la noticia, implicaba, de alguna manera, una confesión. Los latinoamericanos estamos acostumbrados a la impunidad del terrorismo de Estado y a la impotencia de la justicia, habitualmente subordinada, en nuestras tierras, al poder político.
El gobierno chileno reivindicó de inmediato la inmunidad diplomática del prisionero: un senador de la patria, en misión especial por hernia de disco. El gobierno cometió una errata. Donde dijo inmunidad, debió decir impunidad. Y otra errata cometió el tribunal inglés que le hizo eco: donde dijo exjefe de Estado, debió decir dictador jubilado.
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Según denuncia, indignado, el cíclope, los procesos que el juez Baltasar Garzón está llevando adelante, contra Pinochet y contra otros carniceros latinoamericanos, están poniendo en peligro “la gobernabilidad democrática de nuestros países”. Una democracia gobernada por el miedo: en el campo de visión del poder, no hay lugar para ninguna otra “gobernabilidad democrática”.
Los presidentes latinoamericanos administran la doble hipoteca que las dictaduras han dejado, en herencia, a las democracias: el pago de sus deudas y el olvido de sus crímenes. Las leyes de impunidad, impuestas en todos los países por mandato de la amenaza militar, han elevado las matanzas de Estado por encima del alcance de la justicia: se ha identificado a la justicia con la venganza, a la memoria con el desorden y a la amnesia con la paz.
Se escuchan gritos y llantos por la soberanía malherida. ¿Por qué un juez español viene a meter la nariz en nuestros asuntos? Y la policía británica, ¿qué se habrá creído?
Ahora, los devotos de San Augusto Mártir anuncian el boicot contra el whisky escocés, los cigarrillos ingleses y las empresas españolas. Súbitamente convertidos al antiimperialismo, los pinochetistas denuncian a la colonialista España y a la pérfida Albión. Pero, hasta ayer nomás, Pinochet había sido espada de la hispanidad, discípulo de Francisco Franco, y soldado de Margaret Thatcher en la guerra de las Malvinas.
La versión ciclópea de la dignidad nacional ha sido certeramente expresada por el presidente argentino Carlos Menem, que declaró, después de vender su país a precio de banana:
-Nosotros hemos hecho bien los deberes.
La dignidad nacional consiste en obedecer a la maestra, que dicta sus clases en los pizarrones del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y otras instituciones educativas.
¿Adónde vamos a parar? A este paso, ninguno de nuestros asesinos de uniforme podrá hacer turismo fuera del barrio.
Los presidentes latinoamericanos están muy preocupados por la violación del principio de territorialidad de la justicia. Los gobiernos ya no gobiernan, sometidos como están al despotismo planetario de la banquería internacional; pero el cíclope tiene su ojo clavado en los límites del mapa, y por defenderlos suele meterse en guerras contra los vecinos.
Augusto Pinochet, víctima reciente del desborde extraterritorial de la justicia, supo ser uno de los campeones de la extraterritorialidad. El fue uno de los artífices del Plan Cóndor, la internacional del terror que coordinó el trabajo sucio de las dictaduras de Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Paraguay y Uruguay. Militares y policías se movían, por toda la región, como Perico por su casa, y para ellos no existían las fronteras. Este mercado común latinoamericano, el de la muerte, ha sido el único mercado común que ha funcionado con ejemplar eficacia entre nuestros diversos países. Hasta hace veinte años, se secuestraba gente en cualquier lugar, fuera cual fuese la nacionalidad de los secuestradores y de los secuestrados, y se torturaba y exterminaba mirando a quién pero sin mirar adónde.
Así se explica, por ejemplo, que la ciudad de Buenos Aires haya sido, al mismo tiempo, el matadero de miles de argentinos y también de muchos exiliados latinoamericanos de varios países, como el general chileno Carlos Prats, que había sido ministro de Allende, el general Juan José Torres, que había sido presidente de Bolivia, y los parlamentarios uruguayos Zelmar Michelini y Héctor Gutiérrez Ruiz. También sucumbieron allí muchos ciudadanos españoles e italianos y algunos franceses, suecos, suizos y de otros países: por ellos está actuando, pero no sólo por ellos, la justicia europea.
Pase lo que pase, llegue hasta donde llegue, es de agradecer este golpe de buen viento. Hace años, había anunciado Pablo Neruda: “Algo aparecerá en el aire inmóvil, un solidario sonido en la ventana”.
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