La voluntad de saber es siempre una forma de la voluntad de poder; y aún de manera mucho más fuerte, la pretensión de verdad ha sido siempre una pretensión autoritaria, cuando excluye la posibilidad de la crítica y del escrutinio público. Por eso es importante pensar en torno a: el poder y la pretensión de verdad.
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Este debate lleva siglos. Inició de manera preclara entre Sócrates y luego Platón, y los sofistas, y ha continuado hasta nuestros días. En sus orígenes, el debate estuvo relacionado con la posibilidad misma de saber, de forma indubitable, en torno al mundo y la realidad.
Para los sofistas Gorgias y Protágoras, el conocimiento no era en absoluto posible, pues, o bien “el hombre es la medida de todas las cosas”, o “nada podemos saber y si algo podemos saber, no lo podríamos realmente comunicar”. Desde esta perspectiva, la verdad es en absoluto imposible. La respuesta a estos primeros escépticos fue simple: “Tú dices que la verdad no existe; sin embargo, pretendes decir verdad; ergo, la verdad existe”.
La Epistemología y la Filosofía de la Ciencia contemporáneas nos muestran que la cuestión es evidentemente mucho más compleja. Y a pesar de que la mayoría de las y los epistemólogos sostienen que el escepticismo es conceptualmente frágil, la cuestión no ha sido definitivamente zanjada o resuelta.
Este preámbulo es relevante porque la pretensión de verdad y su “posesión” no es exclusiva del ámbito del saber, sino que a lo largo de la historia se ha proyectado al ámbito del poder político. La más peligrosa expresión de esta proyección se resume en la siguiente idea: “Yo, en tanto poseedor de la verdad, sé de forma indubitable qué es lo que le conviene a la sociedad”.
Por extensión, la idea anterior avanza hacia la siguiente: “En tanto que soy depositario de la verdad, quienes no asumen lo que yo pienso, mienten por definición; y si mienten, lo hacen deliberadamente, pues no se miente por accidente. Así que, quien miente contra mí, que detento el poder del Estado, atenta en contra del Estado mismo”.
No es necesario ir más allá en la explicación para mostrar lo peligroso que es para una sociedad, cuando un poderoso asume que tiene la verdad; que sabe indefectiblemente lo que se debe hacer; que todo lo que no coincide con su forma de pensar es mentiroso e interesado y que, por lo tanto, sus enemigos son enemigos de la verdad.
Los griegos antiguos se dieron cuenta del peligro que esto implicaba para la democracia y la República; y dispusieron que todo, absolutamente todo lo relacionado con lo público, debía estar sujeto a la discusión crítica; porque nada garantizaba que la idea de los sofistas, de trocar en verdadero lo falso, y lo falso en verdadero, como virtud mayor de la capacidad retórica, pudiera llevar a la ruina a la sociedad política.
En las sociedades contemporáneas debe privar el mismo principio: todo lo público, absolutamente todo, debe estar abierto a la crítica; y quien detenta el poder no puede clamar que, por definición, es poseedor de la verdad. Menos aún bajo la fórmula platónica relativa a que todo lo bueno -moralmente hablando-, es por definición verdadero y bello.
Lo anterior significa que ninguna persona dedicada a la política puede en democracia clamar superioridad moral; y a partir de ella, superioridad epistemológica: es decir, nadie puede argumentar que, dado que tiene buenas intenciones, en todo caso dice la verdad y posee el mejor conocimiento posible respecto de cómo resolver los problemas públicos. Hacerlo lleva a la lógica perversa del “enemigo identificado” y, en los casos más violentos, a la lógica de exterminio o supresión de chivos expiatorios.
Cundo un gobierno o un político reclama para sí la posesión exclusiva de la verdad se encamina desde la demagogia a la tiranía; busca por definición suprimir la crítica; que no cree en el diálogo, que le niega a la palabra inteligente la posibilidad de la agonística discursiva; y que busca por todos los medios suprimir la propia posibilidad de la verdad, la cual pretende, ahí sí falsamente, poseer.
*Investigador del PUED-UNAM
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