La política mexicana atraviesa por un momento peligroso. Y no es exagerado decirlo en estos términos: está contaminada de la hybris, -el desenfreno, en el sentido griego del término-. El peligro se encuentra en la vorágine acrítica que se ha construido alrededor del Estado mexicano, en torno a quien no hay posibilidad de disenso, mucho menos de diálogo franco desde el cual puedan plantearse visiones distintas sin correr el riesgo de vivir la desacreditación, no de los argumentos, sino de la propia persona que los emite.
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El caso de la Auditoría Superior de la Federación (ASF) es emblemático de esta situación nacional. Frente al error cometido por el titular de este organismo del Congreso de la Unión, la reacción de las mayorías legislativas es francamente preocupante; y lo es porque se actúa como grupo político, y no como representantes de la Nación, tal como lo establece el texto constitucional.
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Lo esperable tanto del Senado como de la Cámara de Diputados en este asunto, era una reflexión mesurada en torno a la relevancia de la Auditoría, como uno de los principales y ahora escasos instrumentos de control del gobierno; sin los cuales una democracia pierde viabilidad y solidez.
En efecto, la división de poderes en un Estado democrático implica el diseño de instrumentos de control del gobierno; y uno de los más relevantes sin lugar a dudas es el control del presupuesto público: cómo y en qué se gasta; cómo se diseña la política pública y cuáles son los resultados que se obtienen con la aplicación de los recursos de la ciudadanía, es uno de los temas centrales en el funcionamiento de un juego democrático equilibrado.
El problema que se ha derivado del error en las estimaciones de una -de los centenares de auditorías que la ASF practicó para integrar la Cuenta Pública 2019-se encuentra en la demolición de la credibilidad institucional que tenía hasta ahora este organismo.
Desde esta perspectiva es importante subrayar la relevancia de que los organismos autónomos que desarrollan evaluaciones o mediciones técnicas, se mantengan protegidos del golpeteo político; pero esto sólo se logra a partir del ejercicio de un auténtico equilibrio entre Poderes del Estado; y de un intenso proceso de diálogo interinstitucional.
El otro problema asociado a lo anterior que estamos enfrentando en México, es la negativa presidencial de reconocer que hay agendas legítimas más allá de su visión y proyecto de gobierno; y que expresarla y exigir acciones o corrección de políticas públicas no tiene, por definición, el interés de dañar la imagen presidencial o de “dar armas a sus adversarios”.
En ese ámbito se encuentra, por ejemplo, la agenda de los derechos de las mujeres, frente a la cual el presidente López Obrador simplemente se niega a reconocer que se trata de una legítima demanda frente a siglos de opresión y violencia machista. Que la agenda de las colectivas feministas no tiene identidad partidista; y que se trata de una precondición de la igualdad democrática a que debemos aspirar como país.
Otro problema que se suma a los anteriores es que los efectos de la pandemia han semiparalizado a la sociedad. Los canales de participación y de debate público se han modificado radicalmente en los últimos 12 meses; las representaciones sociales están sumamente desgastadas o ausentes; mientras que la mayoría de la población se está debatiendo entre la enfermedad, la pobreza, la subsistencia y el miedo permanente a enfermarse y morir por COVID19.
En este contexto, corresponde al Estado generar nuevos causes de diálogo público; nuevas estructuras de interlocución e intercambio de ideas con quienes no comparten la visión de gobierno, porque en democracia, el mandato democrático proviene de las urnas, pero también de la pervivencia y solidez del diálogo plural y auténticamente respetuoso de las diferencias.
El peligro para la política mexicana se encuentra en que, el propósito del presidente de propinar una derrota fulminante a quienes considera como “sus adversarios”, podría pronto convertirse en realidad. Pero ese triunfo casi absoluto, ¿a dónde conduciría al país? ¿A una sola visión?, ¿un solo partido?, ¿A una sola posibilidad de participación política por los causes institucionales?
México no puede regresar a un modelo de organización política donde una personalidad se convierta en el factor aglutinador, pero también avasallante de la cosa pública; porque un poder sin contrapesos siempre tenderá al exceso y un poder sin oposición legítima siempre será una contradicción democrática.
Debe comprenderse que la crítica legítima al poder no significa de ninguna manera un anhelo de retorno al pasado; mucho menos una defensa de los privilegios de unos cuantos. Por el contrario; el diálogo de la presidencia con la enorme pluralidad y diversidad de voces y visiones que hay en el país cerraría definitivamente la puerta a cualquier intento de restauración de un régimen autoritario o legitimador de las desigualdades y la persistencia de la pobreza y la vulnerabilidad.
Hoy, el presidente de la República se encuentra en la encrucijada de seguir actuando como el jefe de un movimiento social y político, y transitar efectivamente a ser el jefe del Estado mexicano que logra reconciliar las diferencias y establecer las bases para una economía capaz de crecer sostenida y sustentablemente; y anclada a partir de principios distributivos de plena justicia y garantía de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de todas y todos.
La inmensa cantidad de muertes que está dejando la pandemia, y que se suman a las provocadas por la violencia criminal que recorre al país ya no dejan espacio para más encono, resentimiento y conflicto en la sociedad. A México le urge un nuevo horizonte de paz, prosperidad y sentido de unidad, con base en un proyecto compartido.
El presidente tiene todo para construirlo. Y es deseable que se decida a conducirnos hacia ese sendero que, efectivamente, podría constituirse en una nueva y deseable normalidad, económica, social y democrática para México.
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