por Mario Luis Fuentes
Hablar desde la Presidencia de la República constituye uno de los actos que implican mayor poder, pero también mayor responsabilidad. La jefatura del Estado, depositada en el Poder Ejecutivo, exige de un constante proceso de comunicación de las decisiones que se toman, pero también permite mantener el contacto con la ciudadanía para plantear temas de agenda de interés público y hasta para convocar a la nación a construir proyectos que son de relevancia en todo el territorio nacional. Frente a ello, no deja de sorprender el radical cambio de estrategia de comunicación del presidente López Obrador, respecto de lo que se hizo en los mandatos de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto; en efecto, en contraste con la estrategia centrada en spots de televisión, radio e internet, en el inicio de esta administración se ha optado por privilegiar los mensajes directos del Presidente a través de sus cuentas de redes sociales.
Quizá lo único que no ha cambiado respecto de las previas administraciones es la preeminencia de la figura presidencial en la comunicación gubernamental: todo viene del presidente y todo gira en torno a lo que el presidente plantea, con todas las ventajas, pero también riesgos que eso supone.
Este personal estilo de hacer gobierno comunicando habrá de irse comprendiendo mejor en los próximos meses, cuando pueda llevarse a cabo un balance entre lo planteado y lo efectivamente realizado; mientras tanto, lo que debe ponerse de relieve es la enorme carga simbólica de las acciones de gobierno de los primeros días de esta administración, y de los signos que se eligen para comunicarlos.
Así, por un lado, las decisiones que se toman desde la Presidencia han tomado por sorpresa a la mayoría de la y los gobernadores; con excepción del caso de Jalisco, pareciera que en el resto del territorio nacional no se ha tomado nota del cambio en la forma y estilo de gobernar.
En esa lógica, es preciso decir también que si un reto tendrá el presidente López Obrador, éste se encuentra en la modulación precisa de su discurso; pues considerando el enorme poder de la Presidencia de la República, los aciertos se potenciarán como nunca, pero también los errores; y en ese sentido, lo más importante será que el Ejecutivo encuentre, y muy pronto, el justo medio en sus posiciones y declaraciones.
Es cierto que las declaraciones en lo relativo al Poder Judicial, a diferentes agendas económicas, o incluso sobre cómo prevenir la violencia y la delincuencia, han generado una intensa polémica y posiciones encontradas; pero esto es parte de la democracia, y lo que debemos lograr, como ciudadanía, es construir rápidamente reglas de diálogo aceptables por todos.
López Obrador es un político nato; su capacidad para entender los tiempos de la acción política, y sobre todo, para generar sincronía de acción y posiciones con la ciudadanía lo hacen ser un presidente que puede colocar, aun involuntariamente a su gabinete, en una posición de vulnerabilidad o bien, de segundo orden en el posicionamiento de la agenda del gobierno de la República.
La comunicación directa de un hombre de poder con su electorado siempre tiene un doble filón: por una parte, permite la generación de un imaginario positivo de una nueva forma de gobernar, hablando de frente y diciendo siempre lo que se hace o se piensa hacer, pero por el otro, cuando esta comunicación no se rige por la templanza, puede rápidamente derivar en demagogia, la peor de las degeneraciones de la democracia, como lo pensaban los griegos antiguos.
Eso es lo que el presidente López Obrador debe estar construyendo en estas primeras semanas: cómo temperar discurso, cómo lograr, con sabiduría y exactitud, la mejor elección de cada una de sus palabras y, sobre todo, cómo mantener durante los siguientes seis años, la inédita comunicación que ha logrado establecer con amplias franjas de la población.