¿Qué significa para una comunidad saber que, a sólo a cientos de metros de su casa se encuentra una fosa clandestina con decenas de cadáveres de personas ejecutadas o víctimas de desaparición forzada?.
Escrito por: Mario Luis Fuentes
¿Cómo se procesa el hecho de atestiguar la ejecución, a plena luz del día, a un comerciante en un tianguis popular? ¿Cómo se recupera un grupo de niñas y niños que, estando en su salón de clase, tienen que tirarse al piso porque a unos metros de su escuela está la metralla de las balas de los criminales?.
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Vivir la vida es un proceso de desafío continuo; que nos enfrenta, en sociedades como la nuestra, con el dilema cotidiano de sortear las carencias, padecer la pobreza, vivir la exclusión asociada a las desigualdades, o incluso, en los casos extremos, al reto de la supervivencia en contextos de violencia desbordada.
Frente a ello, estamos ante la responsabilidad de preguntarnos con seriedad, cómo vamos a hacer para restituir a la comunidad, es decir, al sentido de pertenencia y a la posibilidad de sentirnos seguros e incluso protegidos ante alguna eventualidad, gracias a la presencia solidaria de nuestras y nuestros vecinos, amigos o familiares.
Carecemos de datos empíricos para sostener tajantemente que lo vínculos sociales de amistad, respeto, solidaridad y cooperación están rotos, de forma generalizada. Pero las escenas cotidianas apuntan a que hay, al menos importantes franjas territoriales donde la convivencia es imposible. Donde no hay confianza, y donde acudir a las y los demás para compartir la existencia sea una posibilidad real.
El primer responsable de impulsar este proceso es el Estado. Por eso, a menos de tres años de que concluya su administración, el Jefe del Estado mexicano tiene la responsabilidad de repensar su estrategia discursiva polarizante y sembradora de discordia. Por eso debemos seguir haciendo un llamado a que pueda considerar que, a estas alturas de su mandato, ya no es necesario y mucho menos viable, continuar apostando por la hybris, y antes bien, girar dramáticamente hacia la posibilidad de la reconciliación.
El presidente de la República está aún a tiempo de considerar que su legado como mandatario, no se medirá en el número de votos conseguidos en los procesos electorales, sino los resultados que se den en términos de fortalecimiento institucional, y sobre todas las cosas, en la transformación estructural de los factores que llevaron a México a la desastrosa condición en que lo encontró al llegar al poder.
Una de las virtudes que más se destacan del presidente, en su estrategia de comunicación, es su honestidad. Y efectivamente, que un titular del Ejecutivo no robe es un asunto mayor. Pero eso es sólo una condición necesaria, y muy lejos de ser suficiente, para garantizar la transformación del país. Ese ejemplo, debe acompañarse de un gobierno eficaz y garante de los derechos humanos; capaz de elevar los estándares de vida y llevar a la mayoría de la población a un nuevo nivel de bienestar.
Tiene razón el presidente cuando dice también que el dinero no lo es todo; pero paradójicamente a eso se ha reducido su política social: a distribuir transferencias monetarias; y si algo se extraña, es la ampliación y profundización de las estrategias de desarrollo comunitario y participación ciudadana, no para militar en partidos y en procesos electorales, sino para generar nuevas capacidades para el desarrollo y la garantía plena de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales en todo el territorio nacional.
Los dilemas y problemas no habrán de desaparecer; pero enfrentarlos de la mano o bien, hombro con hombro con nuestro prójimo (próximus, quien está a nuestro lado, en Latín), puede hacer más llevadera las calamidades, los infortunios, pero también permite potenciar y arraigar los eventos de alegría y regocijo.
Confrontar más, polarizar más, puede generar interesantes dividendos político-electorales; pero eso no es lo que está en juego en el país. Lo que se nos está yendo de las manos es la posibilidad de convivir armónicamente; de cerrar las brechas que nos dividen y confrontan; y de establecer nuevos lazos de confianza, diálogo y respeto entre las personas.
Por ello duele y lastima ver a grupos de personas buscando los cadáveres de sus seres queridos en baldíos, costados de carreteras o en cerros y barrancas; porque el país no sólo tiene esas heridas ,sino que día con día se abren más y se profundizan; porque no se está garantizando la no repetición, y porque se mantiene este fenómeno tan extremo que nos ha llevado a ser una sociedad con ya más de cien mil familias que no han podido procesar sus duelos ni llorar “de cuerpo presente” a sus seres queridos.
Es grave además que la problemática se extiende rápidamente a fenómenos más allá de la violencia; pues cada vez más estamos enfrentando el desplazamiento, migración y desarraigo por los efectos del cambio climático: comunidades enteras que pierden su terruño y la posibilidad de continuar haciendo la vida juntos, porque la imposibilidad material de la subsistencia se termina en el lugar en que nacieron.
Hay comunidades que están resistiendo; hay otras donde se impulsan iniciativas para tratar de evitar que el efecto corrosivo de la pobreza y la violencia les dañe; pero esos esfuerzos no son ni suficientes, ni alcanzan para movilizar al país hacia una nueva lógica de restitución de las relaciones comunitarias. Para ello se requiere de todo el esfuerzo y recursos del Estado, y sin duda, la visión y compromiso de quien lo encabeza para conducir al país hacia una nueva forma de nación generosa e incluyente de todas y todos.
Debe dejarse atrás la visión bucólica que se tiene de la pobreza como sustrato de la política social de esta administración; hoy lo urgente está en volver a lo elemental: trabajo de gente con gente, construyendo comunidad, en contextos de seguridad garantizada por el Estado; así como oportunidades de vida digna, gracias a la garantía universal integral y progresiva de los derechos. Un gobierno progresista debe estar volcado en ello, con el máximo de los recursos disponibles, y sin dilaciones; porque cada día, cada semana que se pierde, puede transformarse en meses o años de oportunidades perdidas para las personas, sus familias y sus comunidades.
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