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El salario mínimo, y lo que falta

Una de las medidas más acertadas que ha tenido el gobierno de la República se encuentra en su política relativa al incremento constante del nivel del salario mínimo general en el país. En efecto, de acuerdo con los datos de la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (CONASAMI), el valor del salario mínimo real había pasado de 75.60 pesos mensuales en el año 2000 a 75.98 en el 2010; es decir, la capacidad de compra se mantuvo prácticamente sin crecer en esa década.

Escrito por:   Mario Luis Fuentes

Para el periodo de 2011 al 2018 el cambio fue de 76.50 pesos mensuales como valor real del salario mínimo mensual, a 88.15; Es decir, en la administración 2012 al 2018 el incremento fue de 15.22% acumulado. A partir del 2019, los incrementos comenzaron a ser sostenidos y estadísticamente significativos, al pasar, del 2018 al 2019 a 104.64 pesos por mes, es decir, 104.64, un incremento real de 18.7%.

Entre 2019 y 2020, el valor real del salario mínimo pasó de 104.64 a 119.54 pesos mensuales, un incremento de 14.2%; en el 2021 el valor real llegó a 130.57 pesos, es decir, un aumento de 14.2%; finalmente, entre 2021 y 2022 el salario mínimo real llegó a 147.77 pesos, es decir, 13.17% más que el año previo.  

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Lo anterior contrasta con los incrementos nominales que se han dado, debido al efecto de la inflación. Aún con ello, entre 2018 y 2022 el incremento real del valor del salario mínimo ha sido de 67.63%.

Ahora bien, aún con estos incrementos, es importante destacar que en términos reales no es que las personas ganen necesariamente más, pues en muchos centros laborales se han hecho ajustes a sus tabuladores para que los salarios sean menores, en función de los múltiplos de salarios mínimos que se pagan a sus empleados.

Lo anterior se puede mostrar a partir de los datos del Ingreso laboral per cápita, deflactado con el valor de la canasta alimentaria, el cual se ubicó en el tercer trimestre del 2022 en 2,807.49 pesos mensuales; siendo de 1,659.11 pesos al mes para el sector rural y de 3,173.49 en el sector urbano. Así, a pesar de los incrementos del salario mínimo -que debe insistirse, van en la ruta correcta-, el nivel de ingresos reportados en el tercer trimestre de este año es menor al del primer trimestre, cuando se había ubicado en 2,850.25, y al del trimestre previo, cuando había llegado a 2,880.91.

Ahora bien, la clave para la erradicación de la pobreza en cualquier país está en la generación de empleos dignos, más que en las políticas de asistencia social sustentadas en esquemas de transferencias monetarias. Así, lo que ha ocurrido en la presente administración es que diseñaron programas de muy bajo impacto redistributivo, lo que ha llevado a que los recursos no lleguen necesariamente a las personas en mayores condiciones de necesidad. En esa medida, el único grupo de población en el que se redujo significativamente la pobreza fue precisamente el de las personas adultas mayores, con más de 5 puntos porcentuales de reducción; pero en otros, como el de las niñas y niños, el incremento fue de tres puntos porcentuales, con lo que la brecha entre estos grupos se ensanchó. Esto significa llanamente que hay menos adultos mayores pobres, pero hay mucho más niñas y niños en esa condición.

¿Qué es lo que pude lograrse en los 20 meses que estrictamente le quedarían a esta administración para llevar a cabo cambios importantes, antes de tener que dedicarse al proceso de transición gubernamental?

En primer lugar, debería llevarse a cabo un ejercicio de reorganización de los programas de transferencias y dirigirlos específicamente a las familias más pobres, y con mucho mayor especificidad, hacia los hogares donde las personas no comen lo mínimo indispensable por falta de dinero o recursos.

En segundo lugar, hay programas que han mostrado una muy baja o nula eficacia; como el de jóvenes construyendo el futuro, el de sembrando vida, “la escuela es nuestra” o los diferentes programas de becas escolares; por mencionar solo algunos de los que tienen mayores montos presupuestales.

Ante el cierre de la administración, esos recursos podrían reconvertirse para atender dos vertientes de suma urgencia: a) erradicar el hambre en la niñez y; b) recuperar la infraestructura escolar dañada o deteriorada durante la pandemia, así como reincorporar a los cientos de miles de niñas, niños y adolescentes que dejaron sus estudios durante la crisis sanitaria.

Otra de las cuestiones que el Ejecutivo podría decidir es iniciar el rediseño de la estructura orgánica del gobierno y generar mejores capacidades de coordinación interinstitucional; erradicar la duplicidad de programas y acciones; y concentrar toda la acción del gobierno para incidir en los espacios territoriales en mayores condiciones de emergencia social, ya sea por la presencia de la delincuencia organizada o por padecer las mayores condiciones de marginación y rezago social.

El propósito de todo esto debe dirigirse, no sólo a proteger o complementar el ingreso de las personas, sino a diseñar una estructura institucional capaz de reducir la vulnerabilidad en que viven millones de familias y que, ante cualquier eventualidad, las lleva a la pérdida del patrimonio, o incluso, a la pobreza, tanto moderada como extrema.

Ya no será posible edificar el nuevo sistema de salud que tanto se prometió, con estándares similares a los de los mejores europeos; el sistema educativo está igualmente desbordado y sin rumbo; y agendas críticas como las del cambio climático y la transición energética, se ha decidido que habrán de dejarse para después.

Por ello el presidente no puede perder más el tiempo en disputas estériles, ni tener como única prioridad la agenda electoral de su partido. Si realmente quiere servir al país y construir transformaciones importantes, deberá abandonar muchas de sus prácticas cotidianas y concentrarse, ya no en lo urgente en términos de la coyuntura diaria, sino en lo importante, en términos de oportunidades y capacidades para el desarrollo del país. La decisión, por supuesto, pero también la responsabilidad, está solo en sus manos.

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