Llegué a la ventana, miré la noche, la tenue luz de luna escurriendo por el cauce de la calle. La vela agonizante recorta mi distorsionada silueta y la clava en la pared. Irremediablemente pienso en él y por ello le nombro; pero no lo encuentro, nada hay en el cuarto que lo pueda contener.
Abro las hojas de la ventana de par en par, una bocana nocturna apaga de tajo la flama de la vela y devora mi sombra. Estoy en penumbra en el relente y sola. La gente duerme, mi alma permanece en vigilia. No quiero evadirme en el sueño, el azote del insomnio acrecienta mis sensaciones y las vuelve más reales.
Regreso a la ventana y la entrecierro. Tomo un cerillo y enciendo la vela encajada en la botella verde-azulada, y dejo que se consuma hasta sentir una punzada entre el pulgar y el índice. Coloco la botella justo en medio de la habitación, camino hacia atrás y mi espalda desnuda acaricia la aspereza de la pared; me deslizo luego hasta el suelo y abrazo mis piernas; las rodillas oprimen mis senos. Agito las manos en el aire y veo su proyección en formas grotescas; me gusta y lo sigo haciendo (pudo haber sido un instante o una eternidad).
Rodando por el suelo, recorro los cuatro puntos del espacio; me incorporo, me desplomo; mis pies descalzos andan por todos los rincones y terminan en el techo, ¡siempre quise hacer esto! El camisón blanco me cae sobre la cabeza, lo bajo -¿o lo subo?, no lo sé-, pero lo mantengo con las manos ciñéndome. La sangre se me acumula en la cabeza y casi la hace estallar. Despego un pie y lo bajo rápidamente por temor a caerme. No pasa nada. Vuelvo a levantar el pie, lo mantengo en el aire; ahora el otro, con más cautela; suelto el camisón y cierro los ojos esperando el golpe en el suelo que, tras varios segundos, no llega. Antes de abrir los ojos otra vez extiendo los brazos que buscan en vano algo firme. Al abrir los ojos, lo primero que veo son mis pies arriba… pegados al techo; miro hacia abajo y veo el piso, ahora techo, sobre mi cabeza. Asida al aire, lo menos que puedo sentir son las vísceras desprendiéndose y aglomerándose en mi cuello.
Tengo un descenso no muy afortunado; pudo haber resultado peor. Vuelvo a usar mis pies. Salgo del cuarto y recorro las habitaciones donde duermen personas de rostros familiares. Me detengo a observar la curvatura de sus cejas, la profundidad de las arrugas en sus ojos y escucho sus densas respiraciones; estos detalles se vuelven relevantes cuando se tiene la certeza de que jamás se las va a volver a ver.
Me dirijo nuevamente a la ventana, y en cuclillas me mantengo unos instantes en el pretil, balanceando el vértigo, que ahora me abandona. A falta de alas, extiendo mi espíritu y me deslizo como lo hacen los animales acuáticos. El aire lame mi cuerpo desnudo en lienzo blanco. El ángel, que impávido lo ha de velar, tendrá ancladas alas de piedra; las mías se despluman en eternidad.
Primero daré una vuelta por la ciudad adormilada; no descarto la idea de merodear por tu ventana; quizá luego vaya a vivir con los pájaros, con quienes habré de emigrar. Tal vez un día, después de beber cielos y recorrer mundo, logre persuadir a la muerte, y ataviada de vida regresar.
Publicado originalmente en el suplemento sábado del diario unomásuno. México, 22 de enero de 2000. pp.9.
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