El debate que se ha generado en torno a la reinterpretación de la historia nacional y de los 500 años de la caída de Tenochtitlán, muestra una vez más la profundidad de la polarización que persiste en el país.
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Cada gobierno, asociado al llamado “estilo personal” de los titulares del Ejecutivo Federal, ha intentado, de alguna manera, hacer una lectura propia de los acontecimientos del pasado. En los gobiernos del 2000 al 2012, hubo por ejemplo una reivindicación de figuras como Porfirio Díaz o Agustín de Iturbide, así como del movimiento cristero y la intervención de las iglesias en asuntos públicos.
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A lo largo de los gobiernos priistas del siglo XX, igualmente hubo una lectura y una construcción narrativa de la historia, a partir de lo que varios historiadores explicaron como una “mitología de hombres de bronce”, a los que se les dotó de cualidades y virtudes auténticamente súper humanas.
En 2010 se desperdició la oportunidad, a partir del Bicentenario del inicio de la Independencia Nacional y del Centenario del inicio de la Revolución Mexicana, de convocar a una reflexión seria sobre cómo recuperar la experiencia histórica, y, sobre todo, las causas que dieron origen a ambos movimientos: la desigualdad, la injusticia, la pobreza, el autoritarismo y la falta de libertad, entre otros.
Lo que ocurrió en esas fechas emblemáticas, es que todo se redujo a un conjunto de eventos, todos cuestionados por su formato y el dispendio que implicaron, lo cual puso de manifiesto el despropósito de convertir las conmemoraciones en meras kermeses y verbenas populares, y no en un potente motivo para reconciliarnos y redefinir nuestras prioridades para reencausar al país hacia los mejores anhelos que nos han dado sentido e identidad.
Desde esta perspectiva, la conmemoración de las efemérides de este 2021, en medio de la peor emergencia sanitaria y económica de los últimos 100 años, debería ser motivo de preguntarnos, de manera mucho más comprensiva que lo planteado hasta ahora, no sólo qué fue lo que ocurrió y cómo decide rememorarse desde el poder, sino ante todo, plantear las preguntas pertinentes, por ejemplo, ¿cuál es el sentido de la reflexión histórica y cuál es el sentido de pensar en la historia de los vencidos, como lo diría Miguel León Portilla?
Preguntar por el sentido de la identidad y la historia nacional debería partir entonces de la interpelación del presente: más de un millón de personas fallecidas en 2020; y 560,544 personas que han perdido la vida hasta la semana 27 de este 2021, es decir, con corte al 10 de julio de este año.
Se sabe que la mortandad y los estragos causados por la viruela y la gripe, fueron tan devastadores como el poderío militar de los españoles y sus aliados indígenas hace 500 años; y hoy las epidemias de la COVID19, pero también las del hambre, la obesidad, la diabetes y la hipertensión, nos plantan cara y nos exigen reflexionar que la opresión, la desigualdad y la pobreza no han desaparecido y que, por el contrario, siguen siendo los determinantes estructurales del malestar que recorre al país.
Pensar el pasado sólo tiene sentido si nos convoca a reconocer qué es lo que nos interpela en el presente y nos impide diseñarlo para la justicia y la igualdad. Porque si algo no debe olvidarse es que la caída de Tenochtitlán se debió en gran medida al conflicto y división de los distintos pueblos del Altiplano; por lo que la lección que deberíamos asumir hoy es precisamente que la unidad en la diferencia, México ha sido capaz de salir venturoso de distintos procesos y momentos históricos definitorios.
La enfermedad y la violencia determinaron la configuración de un presente cruento y un futuro de desigualdades perenes; hoy, como hace 500 años, otra vez, la violencia, la enfermedad, la pobreza y la desigualdad recorren todo México, como un poderoso fantasma que se niega a irse, y al cual, aún no hemos logrado exorcizar.
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