No son pocos los autores que han mostrado cómo, el control de la sexualidad, o el intento de controlar la sexualidad, está vinculado a un ejercicio autoritario del poder, y al diseño de sociedades en las que se busca garantizar orden social y, sobre todo, supresión de libertades fundamentales.
En efecto, los regímenes más autoritarios han perpetrado los peores crímenes de Estado, llegando al extremo de construir campos de concentración para el exterminio de personas homosexuales, y mecanismos sociales y hasta simbólicos de sanción, como en la condena religiosa a la libertad sexual de las mujeres y a la libertad de ser y elegir de quienes viven en la diversidad sexual.
El tema es además relevante en materia de salud pública, pues las políticas en la materia se han diseñado, teniendo en consideración los problemas de salud vinculados al ejercicio de la sexualidad, pero también y quizá, sobre todo, con base en concepciones morales y religiosas en torno a lo que es y debe ser la vida.
Por ejemplo, cuando se descubrió la existencia del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH), de inmediato se utilizaron los principales mecanismos de propaganda moral y religiosa para estigmatizar a la infección como “la plaga gay”, “el mal homosexual”, y otros calificativos que estaban dirigidos a discriminar y sobajar a quienes eran portadores del virus.
Así había ocurrido con la sífilis, la gonorrea y otras infecciones de transmisión sexual, que fueron vinculadas a las peores imágenes y estereotipos socialmente vigentes en sus respectivas épocas de auge y propagación, y cuyo propósito no era otro sino sancionar el libre ejercicio de la sexualidad.
El tema por supuesto, tiene una faceta netamente clínica; lo cual incluye políticas, programas y estrategias de acción para prevenir un mayor número de contagios, y reducir los niveles de propagación de este tipo de infecciones.
Desde esta perspectiva, es importante tener en mente, todo el tiempo, cómo lograr una política pública que esté sustentada en una visión comprensiva y amplia de derechos humanos, y que en materia de salud pública ponga el énfasis en la protección máxima de las libertades de las personas.
Para México, la agenda es relevante por partida doble: porque, por un lado, el diseño de las políticas en materia de educación sexual y garantía de los derechos sexuales de la población, está relacionado con el tema del embarazo adolescente, pues cada año nacen, de acuerdo con el INEGI, más de 400 mil niñas y niños de madres menores de 19 años.
Por otra parte, la agenda también se vincula a la prevención de las enfermedades de transmisión sexual; pues de acuerdo con la Secretaría de Salud, en 2015 hubo más de 112,800 casos nuevos de este tipo de infecciones; cifra respecto de la cual es importante advertir que, de acuerdo con algunos estudios, habría al menos entre 5 y 8 casos que no han sido adecuadamente diagnosticados.
Tenemos frente a esta problemática una doble realidad: una política nacional, articulada adecuadamente por la Secretaría de Salud, que pone el énfasis en la prevención a través del uso del condón, -el más efectivo método de barrera, según la OMS-; pero, por otro lado, tenemos secretarías de salud en los estados, controladas por funcionarios manchados por la sombra de la corrupción y la irresponsabilidad, como en los recientes casos de Veracruz y Guanajuato.
Las organizaciones de la sociedad civil que trabajan en el tema, han hecho énfasis en la necesidad de articular las políticas educativas, para garantizar una adecuada educación sexual desde edades tempranas, hasta políticas efectivas que garanticen acceso a la información, pero también disponibilidad de los métodos de prevención en todos los centros de salud del país.
A ello se oponen los grupos más conservadores, vinculados la mayoría a credos religiosos que se niegan a comprender que vivimos en el siglo XXI, y que, afortunadamente, Torquemada murió ya hace mucho tiempo.
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