En febrero de 1821, Agustín de Iturbide redactó en la ciudad de Iguala, en el estado de Guerrero, el denominado “Plan de Iguala”, en el que se reconoció por primera vez la Independencia nacional.
Por ello, no deja de ser paradójico lo que hoy ocurre en esa dolorida entidad, sumida en un ominoso estado de pobreza, marginación y ahora, también, asolada por incontables hechos ignominiosos de violencia de todo tipo: desde la generada en los hogares, hasta la más infamante perpetrada por los grupos de la delincuencia organizada.
En náhuatl, la palabra Iguala se escribe como yohualcehuatl, voz que significa nada menos que: “Donde serena la noche”. Concepción que evoca una suave brisa que debería refrescar no sólo el ambiente, sino los ánimos de todo tipo.
Por ello, hoy Iguala puede ser asumida como el caso mayormente emblemático de nuestras grandes paradojas: Iguala de la Independencia, lugar donde serena la noche, siendo, además, el escenario de lo que algunos han denominado como “la noche más triste” ante el secuestro y hoy más que nunca probable asesinato de los 43 estudiantes que fueron levantados en aquel oprobioso septiembre de 2014.
Hoy no queda duda, la responsabilidad de lo ocurrido fue del Estado, así con mayúscula. Y es que el cúmulo de evidencia nos muestra hoy que, efectivamente, fue la policía municipal la que los detuvo y entregó al narcotráfico; que esto ocurrió no sólo con la complacencia, sino bajo las órdenes del entonces presidente municipal; que todo indica que elementos de la Policía Federal y de las Fuerzas Armadas tuvieron conocimiento de los hechos y que no hicieron nada para evitarlo y que todo el proceso de investigación sobre el caso se ha llevado a cabo bajo la sombra de la sospecha.
En México, las desapariciones forzadas son, de acuerdo con el informe de Naciones Unidas sobre este tema, una preocupante realidad generalizada en el país y lo peor es que se cometen con toda impunidad: de los datos disponibles se desprende que la tasa de supervivencia de quienes son víctimas de este crimen es de cero. Es decir, si una persona es levantada, ya sea por autoridades o por organizaciones criminales, la probabilidad de que sobreviva es nula.
Por ello es posible sostener que en Iguala se sintetiza la suma de todos nuestros miedos respecto del Estado: abuso del poder, corrupción, impunidad, incompetencia en el ejercicio público, ruptura del orden jurídico e imposibilidad de acceso a la justicia, pobreza, desigualdad, marginación… todo ello en un contexto de incertidumbre que posibilitó lo que ya todos intuimos que pasó y que nos revela una “verdad histórica” muy distinta a la narrativa oficial inicial.
De manera siniestra, lo ocurrido en Iguala se ha repetido en múltiples ocasiones: en San Fernando, en Tamaulipas; en Piedras Negras, en Coahuila; en las fosas clandestinas de Morelos, de Michoacán, de Veracruz; y ya antes en la tenebrosa historia de Ciudad Juárez. Y es que en esto se sintetiza una inaceptable realidad: el Estado no es capaz de cumplir y hacer cumplir el orden constitucional.
Iguala hoy significa una ruptura y también la oportunidad histórica de mostrar emblemáticamente que México sí puede ser un país con justicia y dignidad; que la impunidad y la corrupción no son un destino inevitable; que la pobreza y la desigualdad son derrotables y que somos capaces de nuevas hazañas como la conseguida ahí mismo hace poco más de 200 años.
Hoy nos faltan los 49 niñas y niños de la Guardería ABC, nos faltan los 43 estudiantes de Ayotzinapa, nos faltan las mujeres asesinadas en Juárez, nos faltan más de 23 mil desaparecidos y nos faltan los ya millones de personas que han muerto por causas “en exceso evitables”. Eso nos significa Iguala: la tragedia de estar convirtiendo a nuestro país en un inmenso foso donde las familias tienen que vivir los duelos sin cuerpo.
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