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Elogios de la pobreza

por Sara Gabriela Baz

En el seno de la catolicidad, ser pobre se identificó con el ideal de la vida ascética y con una práctica de la desposesión voluntaria que encaminaría a una comunidad a la perfección. María Magdalena es un caso emblemático de esta renuncia voluntaria a todos los bienes, lujos y comodidades


Tendemos a pensar que la pobreza es, en todas condiciones, uno de los grandes males que pueden aquejar a una persona o a una comunidad; sin embargo, hay muchas maneras de asumirla: ya como carencia de recursos materiales, intelectuales, emocionales o espirituales

El Diccionario de Autoridades define: “Pobreza: necesidad, estrechez, carestía y falta de lo necesario para el sustento de la vida”. Esta acepción es la que más comúnmente se emplea y que tiene significado en nuestros días, sin embargo, hay otra acepción que es necesario considerar para poder volver los ojos a la obra que hemos seleccionado como objeto de este comentario: pobreza “se llama la voluntaria dexación de todo lo que se tiene y posee, y de todo lo que el amor proprio puede juzgar necesario” (Autoridades, sub voce. 1737).

En la iconografía del arte cristiano es muy frecuente la representación de María Magdalena, una mujer pública que, al conocer a Cristo y participar de su mensaje, decidió dejar su antiguo modo de vida, el uso de afeites y lujos con que se adornaba, para dedicarse al ascetismo, a la contemplación y a la meditación con el fin de borrar sus antiguas culpas y alcanzar la santidad y la salvación de su alma.

Los ideales del ascetismo y de la oración se instituyeron en la cultura del Barroco católico (siglos XVII y XVIII) como una vía para alcanzar la purificación del alma y aspirar al reino de los cielos. Ser pobre en vida, pasar privaciones, vestir andrajos y no tener a la mano los más básicos satisfactores era una condición que se hacía soportable, en parte, gracias a la máxima consignada en el Nuevo Testamento y que reza: “Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios” (Mc 10:25). Visto cuán difícil es para los ricos desprenderse de todo aquello que les da poder y comodidad, los pobres tuvieron un paliativo fundado en la fe y en la creencia de que sus privaciones los conducirían a la redención.

María Magdalena aparece en esta representación como una mujer contemplativa y melancólica, que llora y se arrepiente de sus pecados en una estancia frente a la cual se despliega un florido jardín. Por el suelo de la habitación yacen esparcidos diversos objetos suntuarios: un cofre de joyas, un recipiente de vidrio cuyo contenido se ha vertido, así como ropas lujosas. La vestimenta de la protagonista ostenta bordados con hilos metálicos, es lujosa y está diseñada para agradar a quien contratara sus servicios.

En otras representaciones, Magdalena aparecerá desnuda, cubierto su torso solamente por sus largos cabellos, contemplativa o abiertamente arrepentida, meditando frente a una calavera y a una cruz muy austera. Su actitud ascética da cuenta de su vida de renuncia, en la que se retiró al desierto para estar sola y poder enfocar su pensamiento a Cristo y su pasión. Su cuerpo se demacró y su antigua belleza y esplendor permanecerán como recuerdos de esa vida reprobable en la que ejerció la prostitución.

En la representación de Juan Correa, se puede ver a una María Magdalena recostada en una caverna, vestida mucho más modestamente que en el primer plano y abrazando la cruz, hacia el fondo de la composición. María Magdalena es un caso emblemático, pero también están Santa Thaïs y Santa María Egipciaca, mujeres que siguieron el camino de la renuncia voluntaria a todos los bienes, lujos y comodidades para encontrar a Cristo en la meditación en soledad y para vivir apenas con lo más elemental. Esta aparente pobreza material se compensa por la enorme riqueza espiritual que las santas alcanzarán y que indudablemente inspirará a muchos devotos a hacer penitencia por esta vía.

Así, la acepción del Diccionario de Autoridades que citamos líneas antes adquiere un sentido pleno: la renuncia voluntaria a la riqueza material que se ha poseído es un camino para lograr la salvación del alma y para inclinar la balanza a favor de la riqueza espiritual. Cabe recordar a Francisco de Asís, quien, siendo hijo de un acaudalado comerciante, decidió renunciar en público a sus ricos atavíos y a su herencia para fundar una orden de hermanos en la pobreza, la Orden de Frailes Menores. No es extraño encontrar representaciones de san Francisco contrayendo nupcias –metafóricamente– con una mujer que simboliza la pobreza.

En el seno de la catolicidad ser pobre se identificó, por un lado, con el ideal de la vida ascética y, por otro, con un ideal de vida en común y con una práctica de la desposesión voluntaria que encaminaría a una comunidad a la perfección. Cualquiera, sin embargo, podría aspirar al desprendimiento y a la renuncia; cualquier rico podría legar sus bienes, si no en vida, después de su muerte. La voluntad de legar bienes para dotar a mujeres pobres que quisieran contraer matrimonio o profesar en una orden religiosa se manifestó a lo largo de todo el periodo novohispano. La fundación de capellanías y obras pías a la muerte de algún rico personaje cuya fortuna pudiera redundar en la propia salvación y en la felicidad de otros se convirtió en moneda corriente y gracias a este impulso de liberalidad se construyeron templos, se renovaron los ajuares de varias capillas, se becó a estudiantes y se pronunciaron reiteradamente misas por el eterno descanso del alma de quien había “pagado por adelantado” este beneficio.

No obstante los actos de desprendimiento, la pobreza aquejaba a amplios sectores de la población: sin distinción de castas (antiguo sistema de clasificación para las mezclas entre grupos raciales), muchos nacieron en ámbitos adversos que les impidieron tener la posibilidad de educarse y alcanzar una posición social desahogada. En el periodo en que fue pintada la obra de Correa no existían políticas públicas o programas sociales para abatir la pobreza, salvo el porcentaje que la Corona aportaba para la creación de instituciones como recogimientos y hospitales, o bien para la edificación de conventos que recibieran a mujeres pobres, como el de Corpus Christi, para indígenas. Esta aportación significaba sólo una parte del gran esfuerzo que la Corona tenía que realizar en conjunto con la Iglesia y particularmente con las órdenes religiosas que asistían a los enfermos pobres en los hospitales o lazaretos.

A finales del siglo XVIII, surgieron corporaciones que se dejaron llevar por el deseo de ayudar y desarrollaron instituciones como el Colegio de las Vizcaínas, para la ducación de las hijas de familias de origen vasco; la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País que, en el seno del surgimiento de las ideas ilustradas, propugnó por el desarrollo de redes de cooperación y de ayuda y por la elaboración de publicaciones que difundieran los ideales de un nuevo modelo de educación y de pensamiento que llevara a la prosperidad de la comunidad.

Asimismo, en 1775, don Pedro Romero de Terreros fundó el Monte de Piedad, con la finalidad de beneficiar con préstamos a quienes normalmente no eran sujetos de crédito y atravesaban alguna dificultad económica. El Monte de Piedad contó, como con otras fundaciones de particulares, con el favor de la Corona a través del Regio Patronato. Más o menos por las mismas fechas, el rey aprobó la creación de una Lotería General, cuyo modelo se encontraba en las loterías de otras regiones como Nápoles e Inglaterra y de cuya recaudación se destinaría una parte a la asistencia pública. Pocos recuerdan que estas instituciones, que hasta la fecha son vigentes, se fundaron todavía en el periodo novohispano.•

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