La muerte es quizá el único evento realmente definitivo de nuestras vidas. Cuando una persona fallece lo que adviene es un efluvio de silencio, pues al sobrevenir la muerte lo que nos habita es el silencio, y lo que dejamos es una estela de ausencia permanente. Por ello, Octavio Paz nos alertaba en torno a que, si nos reímos de ella, es para no pensar en lo terrible de su llegada; para atemperar el dolor que nos genera cuando se nos hace patente.
Por ello, es importante reflexionar en el Día de los Muertos, cómo es que la muerte ocurre en nuestro país: ¿se trata de un fenómeno inevitable, que nos llega en condiciones de dignidad? ¿O, por el contrario, vivimos en una sociedad y en una cultura en la que lo terrorífico es cotidiano, y se expresa en la pérdida excesiva —por innecesaria— de la vida de las personas?
Los datos muestran que nos está ocurriendo lo segundo. Por ejemplo, de acuerdo con datos de la Secretaría de Salud, el 18% de las personas que fallecieron en el año 2011 (último para el cual existe este dato) no recibieron atención para el último padecimiento o enfermedad que sufrieron.
Hay, además, 45 causas de muerte clasificadas como “en exceso evitables”, entre ellas miles de casos de homicidios, suicidios y accidentes, pero que en conjunto representan alrededor del 40% del total de las defunciones anuales que se registran en el país.
Por ejemplo, anualmente ocurren más de 28 mil defunciones de niñas y niños antes de llegar a su primer año de vida; de ellas, la Unicef estima que alrededor del 60% serían evitables; en 2013 fallecieron poco más de 86 mil personas por diabetes, casi 80 mil por enfermedades hipertensivas y alrededor de 75 mil por distintos tipos de cáncer, entre los más numerosos los de pulmón, tráquea y lengua; los de cérvix, mama y próstata (que en conjunto suman casi 16 mil) y los del hígado, estómago y colon, la gran mayoría asociados a hábitos de consumo y estilos de vida.
Enfrentamos la realidad de que anualmente fallecen más de 35 mil personas por enfermedades del hígado, mayoritariamente las clasificadas como enfermedades alcohólicas del hígado; más de 35 mil por accidentes y, entre ellas, casi 15 mil por accidentes de vehículos de motor; en 2013 hubo casi 23 mil homicidios, y suma y sigue.
Sería irresponsable asumir que estos datos están ahí, porque no hay nada más qué hacer. Por el contrario, cada una de esas defunciones debería ser motivo para una indignación sin límites que, al mismo tiempo, nos lleve a la movilización en torno a la exigencia de que el estado actual de cosas debe cambiar y que debemos transitar hacia un modelo de bienestar que garantice justicia y equidad.
Todo lo anterior permite convocar a la remembranza de eventos inaceptables, que caen en el ámbito de lo impronunciable cuando se trata de adjetivarlos: la tragedia de la Guardería ABC, las fosas clandestinas, la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, entre otros eventos, deben llenarnos de indignación, porque cada una de las vidas que se han perdido, en esos y otros eventos, implica profundas historias de dolor, de tristeza y de años de angustia y frustración de quienes tienen que vivir con el peso de la memoria de quienes han perdido.
Nuestra cultura apostó desde hace centurias por rendirle culto y tributo a nuestros muertos; y ello no puede tener otro origen sino en el alto valor que las culturas antiguas tenían por la vida y sus múltiples significados.Por ello, hoy que vivimos entre la ceremonia y la celebración, como lo diría Paz, es necesario recurrir a la reflexión y a la exigencia de regresar a lo básico, que no es otra cosa sino velar por la dignidad humana desde el momento en que nacemos, hasta el último aliento con que nos despedimos.
@MarioLFuentes1 Barack Obama presentó su último “discurso a la nación” el pasado marte