El mensaje del presidente de la República, con motivo del tercer aniversario de su toma de posesión, resulta poco más que preocupante, en lo que a la política social se refiere. En ésta, como en cualquier otra materia, hay al menos dos formas de analizar la cuestión: la primera, la preferida por las y los simpatizantes del régimen, es a través de las “intenciones manifiestas” del gobernante respecto a su vocación “de ayuda” a las personas menos favorecidas. La otra, es vía los resultados efectivamente obtenidos, y que pueden dimensionarse con datos e indicadores.
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Desde la primera de esas perspectivas, el presidente López Obrador reiteró su vocación de estar del lado de las personas empobrecidas. Sin embargo, su mensaje sigue dejando mucho qué desear, si se analiza con rigor. En todo su mensaje, habló siempre de “ayudas”, de “apoyos”; nada de garantías constitucionales y nada de cumplimiento de la responsabilidad de garantizar integral y universalmente los derechos humanos, tal como lo establece nuestra Carta Magna.
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La cuestión no es menor. Revela la visión que tiene la presente administración respecto de la política social, a la cual la percibe de forma patrimonialista y voluntarista.
En la segunda de las perspectivas, el mensaje del presidente, debe insistirse, resulta inquietante. Reafirma que se continuará con los mismos programas y acciones; y lo único que es aparentemente positivo, es que se incrementarán los montos de “los apoyos que se otorgan”.
Sin embargo, todos los análisis serios en esta materia indican que, durante los primeros tres años de este gobierno, se ha reducido el número de familias que son beneficiarios de los programas sociales; y que los mayores montos de “ayudas” no llegan siempre a los más pobres, sino a familias de la casi extinta clase media, e incluso a personas de altos ingresos, vía el programa de pensión universal a los adultos mayores.
Como hace tres años, se reiteró el compromiso de que habrá medicamentos gratuitos para toda la población; y esto sería creíble en un país que hubiese avanzado sustantivamente en la cobertura de los servicios de salud; pero no es así; hoy hay menos personas afiliadas a los servicios públicos, y hoy existe un mayor desabasto y desorden en los mecanismos de compra y distribución de los medicamentos.
Los datos oficiales muestran que hay más pobres que hace tres años; que la clase media se redujo sensiblemente; que creció exorbitantemente el número de hogares en la “clase baja”; que la inflación está en el nivel más alto de las últimas dos décadas; que el empleo no se ha recuperado siquiera a los niveles pre pandémicos; y que el ingreso laboral per cápita sigue en niveles por debajo de lo registrado en el 2018, cuando inició esta administración.
Ante esta evidencia, hay quienes señalan a quienes así la mostramos, que “nos da gusto”; que “somos pesimistas”; “que somos enemigos del régimen”. Nada más alejado de la realidad. Decirlo en estos términos implica antes bien un llamado a la mesura y a la reflexión seria sobre cómo cambiar estructuralmente a la política social, a fin de que pueda contribuir sustancialmente a la modificación de las condiciones que permiten que la pobreza siga ahí y que las desigualdades se profundicen aún más.
Estamos ante un gobierno que enfrenta la paradoja de tener un compromiso con los marginados de siempre; pero con una incapacidad manifiesta de transformar su realidad. Y no es sólo debido a la pandemia; se debe en gran medida a todo lo que no se ha querido hacer; y a todo lo que se ha hecho mal y que no se quiere cambiar.
Al gobierno le quedan 34 meses de gestión. Es muy poco tiempo; y debe aprovecharlo para hacer lo necesario para convertir a México en un país incluyente en serio, y no solo para ganar más elecciones y reproducir la pobreza, pero ahora desde el mundo de las buenas intenciones.
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