por José del Val
La condición de pobreza de los miembros de las familias de los pueblos indígenas, mostrada recientemente en cifras por el CONEVAL indica que el 72.3 % son pobres: trágica ilustración cuantitativa de la situación y circunstancia que ha derivado de las lógicas del “desarrollo y las políticas sociales”, que durante los últimos treinta años, los sucesivos gobiernos de México han impuesto a la sociedad en su conjunto y a los pueblos originarios de manera muy singular
La condición real de los pueblos indígenas no es el resultado del olvido, su fragmentación o su lejanía espacial o su negativa a participar en el desarrollo económico y social, como con frecuencia se intenta explicar, sino el resultado permanente y cotidiano del compromiso férreo que los sucesivos gobiernos de México han mantenido y perpetuado con la lógica y la política establecida y refrendada, sexenio a sexenio, de mantener un modelo extremo de desigualdad social, oculto sistemáticamente tras uno de sus resultados visibles, la medición y las categorizaciones de pobreza, y el desarrollo bizantino de la pobretología y las pomposas y sexenalmente renombradas estrategias de combate, que muestran reiteradamente su inocultable inoperancia y su ausencia de resultados visibles.
Los pueblos indígenas se mantienen férreamente subsumidos bajo el modelo de despojo clasista y colonial instalado por el capitalismo, como alternativa única al desarrollo y crecimiento en cualquiera de sus versiones y que ha dominado y ha sido impuesta autoritariamente, con matices diversos, sobre estos pueblos, sus recursos y sus territorios, y no sólo sobre ellos sino, como las cifras nacionales indican, sobre la mayoría de los mexicanos.
Estas políticas y estrategias ha sido y son profundizadas y desarrolladas jurídica y operativamente, mediante los poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), a través de las instituciones, sus programas y proyectos, y legitimadas por las insistentes y reiteradas reformas de la Constitución, disfrazadas como un ejercicio incesante de la modernización democrática del país.
Dadas estas circunstancias, cualquier reflexión sobre las políticas sociales específicas para los pueblos indígenas que resultarían necesarias y adecuadas para contribuir significativamente en el ejercicio de sus derechos legítimos no puede establecerse con el mínimo criterio de viabilidad si se elude u obvia el análisis de la condición económica y política estructural del Estado nacional y del mundo en un determinado momento: el presente, lo cual determina, en primera y última instancia, cualquier tipo de política, económica, social o cultural.
Establecido lo anterior, debe señalarse y reconocerse que los pueblos indígenas de México y del mundo han podido incidir de manera significativa en el trascurso de las recientes tres décadas en la legislación internacional y en las legislaciones nacionales, en este orden: primero en las instancias planetarias y después en los Estados, logrado establecer, con enorme dificultad e innumerables oposiciones, un corpus de derechos de los pueblos indígenas, cuyo ejercicio y cumplimiento real permitirían vislumbrar –en caso de hacerse efectivos– un cambio en sus condiciones de vida y de reproducción social.
Estas conquistas en las estructuras jurídicas de los Estados nacionales se enfrentan a un sinnúmero de obstáculos e incumplimientos en su aplicación, en razón de ser contrarias y contradictorias con las estrategias generales en el mundo contemporáneo globalizado. Sin embargo, son estos instrumentos jurídicos los únicos con que cuentan los pueblos para garantizar su sobrevivencia.
La revisión de todos los campos de la realidad y de los espacios territoriales donde los pueblos indígenas desarrollan su supervivencia y continuidad muestra que están siendo sometidos a nuevas iniciativas de despojo. Los programas y proyectos responden a un doble proceso, ya que la responsabilidad del Estado mexicano ha marchado al parejo con su debilitamiento y su clara asociación y complicidad y con las ofensivas financieras y productivas, extractivas y de megaproyectos de las voraces empresas globales.
Se ha instalado una deriva gubernamental en la que México, como otros países del mundo, han elegido el camino del extractivismo intenso, por encima y en contra del bienestar social y ambiental en general. Esta estrategia de “desarrollo” se basa en la intensificación de las transferencias y apropiación de recursos naturales, disfrazados de comodities, apostando a los altos precios y a la demanda renovada de las materias primas en los mercados globales. El ejemplo paradigmático de este proceso está en las cifras de concesiones mineras que durante los últimos 12 años alcanzaron en México la cifra descomunal de 56 millones de hectáreas, lo cual supone una enorme amenaza a la supervivencia de muchas comunidades y pueblos del país.
Es precisamente en este campo –el del ejercicio de los derechos de los pueblos indígenas– en donde debemos centrar nuestros análisis y reflexiones, para establecer políticas públicas realmente capaces de modificar la avalancha de potenciales etnocidios que amenaza a las comunidades nativas en el mundo contemporáneo.
La agencia especializada del Estado mexicano, la responsable de la atención directa a los pueblos y sus programas, la custodia del indigenismo de Estado (la actual CDI, heredera de una de las instituciones emblemáticas del Estado mexicano, el Instituto Nacional Indigenista), languidece hoy sumida en la ineficacia, supeditada a programas generalizados impuestos desde el centro, a reiterados subejercicios de los exiguos recursos asignados, infestada de corrupciones y a cargo de funcionarios sin antecedente ni preparación alguna en temas de enorme complejidad, desarrollando un ejercicio trivial y sistemático de cooptación y simulaciones declarativas.
Frente a esta triste realidad institucional, los pueblos indios reclaman con cada vez mayor insistencia una nueva inserción en la sociedad, un nuevo pacto social en el que las estructuras políticas de los Estados reconozcan sus derechos a la autonomía, a la autodeterminación, al control de sus tierras y territorios, en fin, su derecho inalienable a establecer las condiciones de un desarrollo propio como sujetos políticos plenos.
Sin duda alguna, la profundidad de los cambios que actualmente le exigen al Estado y a la sociedad mexicana, y que garanticen la viabilidad de nuestra nación, están hoy sometidos a una intensa presión y debate sin interlocución social. Desgraciadamente, las señales de las reforma que cotidianamente van estableciéndose no auguran cambio alguno sustantivo en la relación de los pueblos indígenas y el Estado nacional mexicano; por el contrario, las propuestas de reforma pueden implicar la vulneración definitiva de los derechos de los pueblos indígenas, hasta lograr su extinción como pueblos y cometer explícitamente un etnocidio tipificado en la legislación internacional.•