Escrito por 12:00 am Especial, Salud

Enfrentando la epidemia

por Alberto Lifshitz Guinzberg

El sistema de salud no ha podido ofrecer las condiciones para atemperar las tendencias obesogénicas y diabetogénicas, y los médicos hemos menospreciado el problema.


Cuando la hambruna asoló a la humanidad, muchas personas sucumbieron, precisamente aquellas que tenían organismos incapaces de tolerar la inanición, o al menos el aporte insuficiente de alimentos. Pero sobrevivieron otros, capaces de soportar estas condiciones gracias a su capacidad de aprovechar los pocos alimentos a los que tenían acceso, y esta aptitud, de eficiencia energética, parece estar determinada genéticamente puesto que se transmite a los descendientes.

Esta es, en resumen, la hipótesis del genoma ahorrativo que explica el cambio que ocurrió en la composición de la sociedad en el sentido de que se fueron sustituyendo los individuos sensibles a la inanición por aquellos resistentes a ella.

En condiciones de abundancia relativa de alimentos, esta propiedad, la de ser energéticamente eficiente, se convierte en una proclividad al sobrepeso y la obesidad, pues sólo se necesitan pequeñas cantidades de alimentos para mantenerse vivo y activo y el resto de lo que se ingiere se acumula en forma de grasa como reserva calórica. En este sentido hay que dar crédito a los obesos (y a los diabéticos) cuando dicen que no comen tanto y a pesar de ello engordan, pues sus cuerpos son eficientes, agradecidos.

Pero la hipótesis del genoma ahorrativo no explica todo. La obesidad y el síndrome metabólico tienen un fuerte componente social en su generación. Tampoco parece justo satanizar a los pacientes (culpar a la víctima), sobre todo cuando las consecuencias de hacerlo parecen incrementar el problema más que frenarlo. La falta de voluntad, la pereza, la desidia, la gula, la indolencia como causas parecerían resolverse con sus contrarios, las virtudes de la templanza, la moderación, la laboriosidad, el dinamismo, la diligencia y todo se resumen en un esfuerzo volitivo. Pero la cosa no es tan sencilla, sobre todo si no se toma en cuenta la multidimensionalidad que abarca aspectos biológicos (genéticos, metabólicos, de la microflora), psicológicos (ansiedad, depresión, compulsiones, autodestrucción), y sociales (promociones, contagio social, inducciones, accesibilidad).

Y no es un asunto que se limita al paciente y su familia, o a los responsables sanitarios, sino a toda la sociedad: los fabricantes y distribuidores de alimentos, los restauranteros, los hoteleros, los fabricantes de calzado, los dueños de gimnasios, los patrones, los maestros, entre otros.

Las estrategias preventivas son, ciertamente, difíciles, pues inciden en las libertades y enfrentan distintas filosofías vitales: la del que piensa que cuidándose ahora tendrá un mejor futuro, y la del que prefiere gozar de la vida al fin que el futuro es incierto. Las estrategias convencionales de información tienen poco éxito, considerando que informar no es educar. Ni las amenazas, las intimidaciones, las represiones, las advertencias ni las sanciones parecen dar resultado; el mejor surge de la convicción, de la adopción por el individuo de las estrategias preventivas como valores personales, de la visión de futuro a partir de la conducta presente. Ver el problema como un asunto de sobreindulgencia y falta de voluntad no es sólo simplista, sino inútil.

La mayor esperanza de vida multiplica la exposición a riesgos. La prolongación de la vida de los diabéticos propicia las secuelas. Los avances terapéuticos mejoran la capacidad reproductiva de diabéticos y obesos, con lo cual se multiplica la diseminación de los genes nocivos. Todo esto se conoce como “el fracaso del éxito”, cuando los logros de la medicina generan problemas nuevos. Antes las diabéticas no se embarazaban o bien tenían abortos espontáneos o engendraban bebés inviables; hoy los embarazos son exitosos en las diabéticas si se ofrecen cuidados apropiados. Antes los diabéticos varones no lograban fertilizar a sus parejas porque se los impedía la disfunción eréctil; hoy ésta puede ser mejorada con medicación al respecto.

Hoy hay indicios de que la obesidad es contagiosa, que hay un contagio social. Por eso, el cambio tiene que involucrar a todos y nadie debiera exculparse La expectativa de las soluciones mágicas proviene ciertamente de los logros que se han tenido en otras áreas, pero todavía no existe la píldora que cure. Hoy todos los tratamientos son complejos: farmacológicos, higiénicos, dietéticos, con ajustes dependientes del monitoreo.

Las campañas atienden áreas limitadas, con la esperanza de ir generando conciencia. Pensar que la actividad física es la solución implicaría hacerla con la disciplina y la intensidad de un profesional del ejercicio; dejar de comer un cierto alimento (azúcar, grasa) tiene efectos muy marginales. Tomar un fármaco y excluir la disciplina no da resultados.

Ni modo. Se necesita un enfoque sistémico, multidisciplinario, continuo, prolongado, estricto, sólidamente sustentado en la ciencia pero considerando prejuicios, deseos, preferencias, aversiones, gustos, costumbres y tradiciones. No está nada fácil.

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