El pasado 14 de noviembre, el Consejo de Salubridad General, la principal autoridad de salud que hay en el país, emitió por primera vez en la historia sanitaria de México la declaratoria de “emergencia epidemiológica”ante dos fenómenos de enorme gravedad y que tienen dimensiones pandémicas: la obesidad y la diabetes.
Me atrevo a hablar de “fenómenos” y no de causas de enfermedad y mortalidad, porque se trata de dos padecimientos que están relacionados con una gran cantidad de factores, tanto individuales como sociales, que derivan en procesos de enfermedad que llevan a las personas a enfrentar diferentes cuadros clínicos.
En efecto, tanto la obesidad como la diabetes obedecen mayormente a lo que se denomina como “determinantes sociales de la salud”; es decir, al conjunto de elementos estructurales de la economía, el acceso a servicios, y en general, el cumplimiento de los derechos sociales de las personas, que determinan el nivel de garantía del derecho a la salud.
Así, frente a la obesidad y el sobrepeso, y frente a una de sus más funestas consecuencias, la diabetes tipo II, se encuentran distintos factores que le impiden a las personas tener una buena salud.
En primer lugar se encuentran los factores obesigénicos, los cuales se relacionan con el incumplimiento del derecho a la alimentación, con el incumplimiento del derecho de acceso al agua potable, y con el incumplimiento del derecho al esparcimiento y la disponibilidad de espacios públicos de calidad, accesibles y diseñados para todas las edades.
En segundo lugar, se encuentran los factores económicos: la pobreza ha llevado a que la mayoría de las personas consuma alimentos de mala calidad, que prefieran comida chatarra frente a alimentos que, además de ser caros, son poco disponibles; y a preferir bebidas edulcoradas al agua y la leche, en el caso de la oferta alimenticia para las niñas y los niños. Vinculado a lo anterior, se encuentran los factores mercadológicos; es decir, un mercado de publicidad dirigido al bombardeo de las clases más depauperadas, para fomentar un consumo que en poco o nada abona a su buena alimentación y una buena salud.
Si no fuese así, no se podrían explicar los resultados de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares, 2014, en la que se muestra cómo las personas destinan más recursos al consumo de refrescos, como proporción de su ingreso, que a la compra de leche, huevo y cereales.
De acuerdo con las estadísticas de mortalidad del INEGI, en el año 2015 fallecieron poco más de 98 mil personas a causa de la diabetes; pero también perdieron la vida casi 130 mil por enfermedades del sistema circulatorio (es decir, enfermedades hipertensivas e isquemias del corazón); así como alrededor de 35 mil personas por consumo de alcohol y otras sustancias dañinas para el hígado y el páncreas.
De esta forma, una de cada tres defunciones en el país se ubican en uno de estos capítulos, lo que muestra cómo las consecuencias del modelo de consumo alimenticio que hoy tenemos, es literalmente mortal.
Hay una serie de medidas que urge tomar: elevar los impuestos a estos productos; fortalecer y mejorar la legislación y normas sobre etiquetado; incrementar la disponibilidad de agua para consumo humano; y en general, potenciar las capacidades del sistema alimentario para garantizar la seguridad alimentaria de la población.
Se necesita también garantizar la cobertura universal de servicios de salud; fortalecer los esquemas de prevención y privilegiarlos frente al enfoque “paliativo” que priva en prácticamente todo el sector salud. Hoy casi el 20% de la población se atiende en farmacias, o no tiene acceso a servicios públicos de calidad.
Para el cierre de este año se espera que habrán ocurrido 103 mil decesos a causa de la diabetes. Para el 2020 la cifra podría llegar a 120 mil; y en el 2030 a casi 140 mil.
Definitivamente, es una ruta que ya no es transitable ni un día más.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 17 de noviembre de 2016