Los discursos políticos son escenarios polémicos por excelencia: posicionan a la realidad desde una perspectiva, exponen temáticas que se consideran relevantes, enfocan diagnósticos y, al final, dilucidan soluciones. También tienen otra cualidad que resulta fundamental y es que, al ser expresados, tienen lo que se denomina capacidad de acción.
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Visto así, los discursos políticos no son únicamente palabras emitidas en oraciones dotadas de sentido, sino que se convierten en proyectos que, una vez verbalizados se realizan al momento, o que se espera que se lleven a cabo. Así, por ejemplo, cuando el presidente de la República, Manuel Ávila Camacho, declaró en la solemne sesión de apertura del periodo extraordinario de labores del Congreso que, de aprobarse su iniciativa, México declararía el estado de guerra entre nuestro país y Alemania, Italia y Japón. Esto supone que, al hacerse esta declaratoria, se ponen en marcha distintas acciones en donde las palabras se ejecutan y tienen un referente con la realidad, en este caso, es así como México entra en la Segunda Guerra Mundial, lo que implicó que se dispusieran recursos humanos, materiales y se suspendieran por un tiempo algunas garantías individuales. Además, esto supuso que se enviara al Escuadrón 201 al escenario de operaciones europeo.
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De igual manera, si algún candidato expresa que implementará algún programa para resolver los problemas que detecta en su diagnóstico de gobierno, se espera que de ganar esto sea implementado. De esta manera hay congruencia entre los discursos y las acciones.
Esto mismo lo explicó el filósofo del lenguaje John Langshaw Austin en una serie de conferencias que dictó en la Universidad de Harvard durante la década de los cincuenta: hacemos cosas con palabras; en esta serie de conferencias hizo referencia a otra serie de acciones que no se efectúan y que él las denomina como abusos de quien las enuncia.
Es decir, si un candidato o un político expresa que realizará cualquier acción como por ejemplo, “reducir la pobreza”, “terminar con la inseguridad”, “aumentar el PIB en materia de Ciencia y Tecnología”, y no lo hace, surge una desconexión entre lo dicho y lo hecho.
De encontrarnos en este supuesto, en donde se expresan las oraciones y, por diversos motivos no se llevan a cabo, nos enfrentamos a un cuestionamiento y deslegitimación de quien hizo la declaración. Esto es relevante, puesto cuando ocurren estas situaciones, lo que se lacera al final es la credibilidad de quien enuncia los discursos: los políticos y las instituciones que luego de ellos dependen.
Por ello, no debe sorprendernos que ante un escenario donde los políticos han enunciado en no pocas ocasiones, que resolverán los problemas y en lugar de hacerlo, sus declaraciones no ejecutan acciones en la realidad, que la población se sienta desapegada por los valores democráticos y que, en suma, se decante por posturas cada vez más autoritarias pero que ellas sí puedan poner en marcha acciones que permitan solucionar sus problemas.
La Encuesta Nacional de Cultura Cívica (ENCUCI) 2020 mostró que el 62.5% de las personas encuestadas que sabían lo que era la democracia, la consideraban preferible a cualquier otra forma de gobierno. Si bien las cifras muestran una tendencia mayoritaria, habría que preguntarnos por qué hay un porcentaje de la población que no lo considera así.
Más aún, ese mismo trabajo muestra que la población encuestada tiene 2.7% de confianza en senadores y diputados federales, 2.6% diputados locales; 2.5% en Partidos Políticos; mientras que instituciones como Ejército, Marina y Guardia Nacional se encuentran por encima del 20% de la confianza dentro de los mismos encuestados.
Esto puede tener un gran número de explicaciones, por lo que no puede descartarse el binomio de discurso – acción y sus repercusiones con la confianza y la construcción de legitimidad.
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