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Entre hechos y derechos

por Teresa González

Si bien México cuenta con un andamiaje jurídico más robusto en materia de derechos humanos, todavía hay asignaturas pendientes y difíciles de aprobar


Es reciente en nuestro horizonte democrático, en el arranque del siglo xxi mexicano, el reconocimiento del derecho humano individual y universal a la no discriminación y el proceso normativo e institucional orientado a combatir las diversas prácticas socioculturales que atentan contra este derecho fundamental. En 2001 se introdujo en el Artículo 1º constitucional la cláusula antidiscriminatoria o igualitarista; la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación, que dio vida al Conapred se promulgó en 2003.

El mismo marco legislativo, aunque sólido, es perfectible; falta, además, armonizar las normas locales y la federal, incluso hay entidades federativas que a la fecha no han legislado al respecto (I). Con todo, los avances normativos e institucionales resultan insuficientes para desmontar el complejo problema de la discriminación.

Más allá de su significado lexicográfico y sentido jurídico general (II), que aluden a toda distinción y trato de inferioridad a una persona o colectividad basadas en un factor o motivo que anula o restringe el ejercicio de derechos, es importante comprender y abordar la discriminación como un fenómeno sociocultural y político de carácter estructural, el cual está relacionado con otras formas de desigualdad, exclusión o injusticia, pero que tiene causas, configuraciones y consecuencias propias. Cabe entender la discriminación como una forma grave de desigualdad de trato y dominio que limita o anula los derechos fundamentales y las oportunidades de las personas que la padecen, esto es, “una conducta culturalmente fundada y socialmente extendida, de desprecio contra una persona o grupo de personas sobre la base de prejuicios o estigmas relacionados con una desventaja inmerecida, y que tiene por efecto (intencional o no) anular o limitar tanto sus derechos y libertades fundamentales como su acceso a las oportunidades socialmente relevantes en su contexto social” (III).

Ahora se reconoce la desigualdad de trato como un problema social y de interés público, y la no discriminación como un derecho. No podemos ignorar que en los distintos espacios y esferas de la vida social se reproducen de forma sistémica actos discriminatorios y mecanismos de exclusión que dañan las articulaciones entre éstos y dan lugar, entre otros efectos, a la ruptura o pérdida de vínculos sociales y del lazo identitario.

Ante esto, se hace necesario enfrentar el doble desafío de actuar para visibilizar y reducir la desigualdad estructural: por un lado, la desigualdad social que tiene su origen en la distribución del ingreso económico; por otro, la desigualdad de trato o discriminación, cuya base es sociocultural y se expresa en prejuicios, estereotipos y estigmas de los que derivan esquemas clasificatorios y visiones que niegan el valor y la dignidad igual de todas las personas. Este estrecho nexo entre desigualdad social y desigualdad de trato explica, en parte, que las palabras “discriminación” y “exclusión” aparecen asociadas con frecuencia en el mismo enunciado. La exclusión como la expresión más drástica de la discriminación.

La no discriminación como derecho fundamental y la realidad discriminatoria, que de manera heterogénea resquebraja toda la geografía nacional, tienen un carácter eminentemente político y están asociados al ejercicio del poder. El predominio de unos cuantos –superiores–- sobre otros muchos –inferiores por ser distintos– es la base de la dominación que está presente en todo tipo de práctica discriminatoria. Estas prácticas son propias de sociedades jerárquicas en las que las diferencias de grupo o identitarias dan lugar a la construcción de categorías (raza, género y clase, entre otras más) que, a través de la historia y hasta la fecha, se imponen como parte del orden social naturalizado y legitimado a través de las prácticas hegemónicas y son causa de dominación de un grupo que se autodefine como superior o con mejores y más legítimos derechos que aquellos a los que se desvaloriza y excluye (IV).

Se conforma todo un sistema de dispositivos culturales y mecanismos institucionales en torno a las diferencias, que implican una operación simultánea de separación y jerarquización: el otro (racial o étnico, homosexual, menor de edad, discapacitado, creyente, migrante, etcétera) es valorado como diferente y a la vez como inferior en cualidades, posibilidades y derechos (V). Así, las diferencias son vistas como grados de calidad en la condición humana y a partir de ellas se pretende justificar el trato desigual hacia determinados grupos humanos.

La presencia de personas y grupos sociales discriminados acrecienta la tensión y nutre la duda sobre la capacidad de las instituciones y los alcances de las políticas públicas, que se ejecutan en todos los niveles y órdenes de gobierno, para contener la discriminación y administrar la desigualdad estructural.

Aun cuando el principio de igualdad y el derecho antidiscriminatorio se han insertado, al menos en el discurso, en la agenda pública nacional, el primero se ve invalidado por la realidad discriminatoria y por el hecho de que nuestra sociedad funciona en desigualdad y en una desigualdad extrema que produce pobreza y exclusión. La igualdad, como señala Ferrajoli, es un término normativo (no descriptivo) e implica que los diferentes deben ser tratados como iguales. “Quiere decir que de hecho, entre las personas hay diferencias, que la identidad de cada persona está dada, precisamente, por sus diferencias, y que son, pues, sus diferencias las que deben ser tuteladas, respetadas y garantizadas en obsequio al principio de igualdad”. El problema no está, pues, en las diferencias y en la singularidad de las personas y de los grupos sociales, sino en que éstas se traduzcan en desigualdad social y desigualdad de trato ancladas en relaciones asimétricas de poder (VI).

La igualdad social y la igualdad de trato, como política del Estado de Derecho en las democracias, están asociadas directamente con el conjunto de los derechos humanos y ciudadanos. Cada uno de ellos es fundamental e imprescindible para el ejercicio de todos los demás derechos. Se precisa, por tanto, del desarrollo de políticas públicas que impulsen el cambio de paradigmas para lograr superar las prácticas discriminatorias y las exclusiones en los distintos espacios sociales, con el fin de igualar el impacto de la estructura social sobre las oportunidades de las personas. Dicho en otras palabras, para desarticular la desigualdad estructural de oportunidades se requiere transitar del nivel de las ideas y del mero reconocimiento discursivo de la diversidad social, que no afectan demasiado los entornos y dinámicas institucionales, hacia el paradigma de la inclusión, que asume el principio de que todos somos iguales a la vez que irreductiblemente diferentes. Desde este enfoque, se entiende la inclusión como una estrategia dinámica que concibe las diferencias individuales no como problema, sino como una oportunidad para la acción política y para el enriquecimiento de la convivencia social.

Respuestas ante la discriminación

El Estado mexicano ha crecido en su actividad normativa para favorecer el ejercicio de derechos sin discriminación alguna y registra esfuerzos institucionales importantes en la atención especializada a poblaciones tradicionalmente discriminadas, buscando que éstas puedan tener acceso a ciertos bienes y servicios públicos y disfrutar de sus derechos. Sus resultados, evidentemente, varían respecto a la cobertura territorial, problemas y/o temas específicos sobre los que se interviene, grupos sociales beneficiados e impacto de las acciones y programas instrumentados. Los logros o avances no significan en automático, tal como lo señala el Reporte sobre la Discriminación en México 2012, el establecimiento de un contexto incluyente, a menos que los esfuerzos concurran coordinadamente a favor de la igualdad de trato y las oportunidades económicas (VII).

Sin embargo, advertimos -entre otros problemas- un desajuste entre la realidad y las respuestas que son construidas y desplegadas en forma de políticas públicas, así como dificultades para tomar en cuenta la dimensión simbólica y cultural que penetra la realidad social, la cual trasciende el marco de ordenación legal. Hay que considerar que la igualdad de oportunidades como política del Estado no se debe limitar a operar sólo sobre las condiciones normativas y procedimentales, por lo general carentes de significado social o sentido para los sujetos discriminados, porque así no se resuelve el problema de discriminación estructural. Por el contrario, se requiere considerar que existen circunstancias que producen problemas para la dignidad de las personas y que es necesario compensar y aproximar al titular abstracto de derechos a quienes que viven en situaciones distintas, en muchos de los casos negativas o desventajosas, que afectan de manera diferenciada a las personas y grupos sociales. Además, hay que tomar conciencia del riesgo y evitar que las políticas focalizadas y acciones afirmativas a las que se recurre para paliar el fenómeno de la discriminación, produzcan el efecto contradictorio e indeseable de estigmatizar o valorar negativamente a las personas que se encuentran en esa situación y son destinatarias de los programas de carácter público.

Desde esta perspectiva, es indispensable que las instituciones se adhieran al proceso de construcción de una política de Estado en materia de no discriminación y que, en sus acciones y funcionamiento regular, propicien que se haga realidad la vigencia del derecho a la no discriminación. El Estado está obligado a actuar para rectificar y evitar la reproducción de las prácticas discriminatorias y cuidar que sus intervenciones sean coordinadas y concurrentes a través, por ejemplo, de la estrategia de la transversalidad que conlleva acciones políticas que inciden en los diferentes ámbitos donde se ejerce y causa más estragos la discriminación: la educación, la salud, las relaciones laborales, el acceso al desarrollo social, la seguridad pública y el sistema de justicia. Es necesario que las políticas que impulsa el Estado, en clave de derechos humanos, estén acompañadas de una comprensión básica de cada uno de los derechos individuales y sociales, particularmente del derecho a la no discriminación que abraza al conjunto de derechos, e incorporen el dato del contexto social en el que el trato desigual se lleva a cabo, considerando a las personas no solamente en términos individuales sino como miembros de determinados grupos sociales.

Ante la amplia brecha existente entre las normas y su concreción, entre los derechos reconocidos y sus condiciones reales de efectividad, se confirma la idea y convicción de que no bastan con las legislaciones para transformar la realidad; si bien éstas son necesarias, resultan insuficientes para desmontar concepciones y prácticas en las que se ancla la cultura discriminatoria. Se impone trabajar también en el terreno del entendimiento, de las representaciones, de las capacidades y de las convicciones, desde la dimensión cultural y educativa, para lograr transformaciones sustantivas en las causas o raíces de la discriminación y apuntalar la construcción de una cultura democrática incluyente. De manera particular, resulta crucial una política educativa encaminada a la construcción de sujetos con capacidad de agencia en un contexto de ejercicio y exigibilidad de derechos.

El gran reto para desmontar las prácticas discriminatorias y así garantizar el pleno ejercicio y goce de los derechos fundamentales de cada una de las personas y de todos los grupos sociales, se puede formular en los términos que lo hace Adela Cortina: transitar de una ciudadanía simple, aquella que plantea una igualdad que elimina diferencias (sexo, religión, raza, preferencia sexual, etc.) y refiere a un ciudadano sin atributos, a una ciudadanía compleja que plantea una igualdad que se hace cargo de las diferencias y exige al Estado tratar a todos con igual respeto a su identidad, esto es, gestionar y articular la diversidad en la que se tejen y expresan las distintas identidades (VIII).•

Notas:

I. Actualmente sólo 12 entidades federativas han incorporado una cláusula antidiscriminatoria en su norma constitucional, 17 cuentan con leyes para prevenir la discriminación y 13 códigos penales estatales tipifican la discriminación como delito.

II. El artículo 1º de la CPEUM, en su párrafo tercero, establece que “queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”.

III. Rodríguez Zepeda, Jesús. La otra desigualdad. La discriminación en México, Conapred, Universidad de Guadalajara y Cátedra UNESCO “Igualdad y No Discriminación, México, 2011, p.19

IV. Bourdieu, Pierre Bourdieu y Loic J. D. Wacquant. Respuestas. Por una antropología reflexiva. Grijalbo, México, 1995.

V. Hopenhaym, Martín y Alberto Bello, “Discriminación étnico racial y xenofobia en América Latina y el Caribe”, en Serie Política Social, Naciones Unidas-Cepal, Santiago de Chile, mayo de 2001.

VI. Ferrajoli, Luigi. Derechos y garantías. La ley del más débil, Editorial Trotta, Madrid, 2009, p.79

VII. Raphael De la Madrid, Ricardo (coord.), Reporte sobre la discriminación en México 2012, Cide y Conapred, México, 2012.

VIII. Cortina, Adela. Justicia cordial, Editorial Trotta, España, 2010.

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