Se ha escrito mucho sobre el tema, pero es importante repetirlo hasta el cansancio. Hay tres reglas fundamentales para un diálogo genuino: que los participantes del diálogo actúen con honestidad respecto de que asumen que aquello de lo que hablan es cierto; que están dispuestos a escuchar los argumentos del otro; y que están dispuestos a asumir la lógica del mejor argumento
¿Pero qué significan esas tres premisas? Por ejemplo, respecto de la primera, es dable decir que creer en lo que se cree exige tener razones suficientes para hacerlo. Luis Villoro en México, pero una gran cantidad de epistemólogos lo han explicado de manera extensa: hay creencias justificadas y otras que no lo son.
¿Choca lo anterior con la libertad de creencias? No. Yo puedo creer que determinadas piedras tienen propiedades divinas; estoy en mi legítimo derecho; pero lo que no puedo pretender es imponer esa visión a los demás. Lo problemático aquí es: ¿cómo saber que puedo estar en un error, si mi estructura mental me impide abrirme a la posibilidad de admitir que mi sistema de creencias y proposiciones pueden ser rotundamente equívocas?
Lo anterior conecta con la posibilidad y apertura de escuchar genuinamente lo que el otro tiene qué decir: si mi esquema mental y mi sistema de creencias (como lo son casi todos) son “cerrados”, es decir, no admiten posibilidad de crítica, entonces la escucha es imposible.
En consecuencia, pensar de este modo colisiona con la posibilidad de aceptar la llamada “lógica del mejor argumento”, es decir, aceptar que si quien dialoga conmigo tiene ideas con mayor consistencia lógica y mayor evidencia que las sustenten, lo racional sería admitir las suyas y renunciar a las propias.
Hay además un tema polémico: ¿el diálogo exigiría igualdad de condiciones? Y si es así, ¿En cuáles y en qué condiciones? Me explico: nadie en su sano juicio aceptaría la posibilidad de una discusión en torno a cuestiones nucleares, entre personas que no tienen el mismo grado de preparación en la materia. Lo mismo aplicaría a otras cuestiones de alta especialidad.
Empero, cuando se trata de cuestiones políticas, morales o estéticas, la cuestión no es tan clara: ¿quién y en qué medida puede definir lo que es bueno o bello? Lo problemático del caso es que, en lo relacionado con el espíritu humano, no existen leyes científicamente edificables.
La construcción de posiciones éticas, morales o estéticas deriva de una especie de “consenso social”; empero, las reglas de formación de este consenso no son claras; y de hecho puede considerarse que surgen en las interacciones del día a día, con base en los sistemas normativos que, en consecuencia, también se desarrollan en el mediano y largo plazo.
¿Quién está calificado para hablar más y mejor en torno a las cuestiones estéticas, morales y políticas? En el ágora griega, por ejemplo, no se permitía a todos hablar de cuestiones sobre las que no sabía; y de hacerlo, la sanción era el ostracismo. El único tema del que todos podían hablar, era la política, porque se trataba de un asunto de interés universal para la ciudadanía de la polis, pero también porque la comunidad política, se asumía, estaba integrada por hombres libres e iguales.
Aun con ello, había reglas mínimas: no se permitía la impiedad, la mentira o la apología de la mentira. Y por los testimonios de que disponemos, también era exigible hablar con base en saberes mínimos.
¿Cómo hablar y cómo alentar la discusión pública en nuestra democracia? ¿Cómo alentar la más amplia, diversa y controversial cantidad de discursos? ¿Cómo en medio de nuestras discusiones hacemos que impere el respeto a las personas? ¿Cómo evitar la tentación de acallar a las minorías? Son temas que no han sido resueltos a cabalidad, y quizá lo mejor es que así sigan; porque en última instancia, de lo que se trata es de que sigamos siendo una verdadera comunidad de lenguaje.
Artículo publicado originalmente en la “Crónica de Hoy” el 01 de septiembre del 2016
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