Han sido tantos programas gubernamentales reducidos, desdibujados o de plano, eliminados en este sexenio, que ya poco debería sorprender una decisión más. Sin embargo, esta aparente indiferencia ciudadana fue sacudida por la determinación de cancelar la existencia de las escuelas de tiempo completo (ETC) bajo el pretexto de transferir esos recursos (alrededor de 5,000 mil millones de pesos) al programa La Escuela Es Nuestra, dedicado al mejoramiento de la infraestructura de los planteles educativos.
Escribe Dulce María Sauri Riancho
Millones de pesos que se irán a engrosar el reparto de dinero que, sin los controles necesarios, siguen sin solucionar los problemas a los que supuestamente van dirigidos.
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Volvamos a las ETC. Ambición y propósito de este siglo XXI, la implantación de la jornada escolar de tiempo completo a nivel básico se concibió como un gran igualador de oportunidades de desarrollo para la infancia y adolescencia de nuestro país. Cuando comenzó en 2007 la implantación de la jornada ampliada en un grupo de escuelas, llamó mi atención que el primer paso no se diera a nivel preescolar, pues sus instalaciones contaban con cocineta y áreas de descanso para los infantes, propicias para prolongar su estancia.
Además, casi ninguno de estos planteles tenía doble jornada, por lo que la ampliación podía hacerse sin afectar al turno vespertino inexistente. Otra consideración sobre la prioridad de este nivel educativo estribaba en la falta de opciones de cuidado a las y los niños después de los 4 años, cuando los asistentes a las guarderías y centros de desarrollo infantil del IMSS, ISSSTE y otras instituciones de seguridad social, al cumplir la edad límite los ponía “patitas en la calle”, cualquier día o mes del año. ¿Se imaginan la angustia de las madres trabajadoras sin tener opción para atender a sus pequeño/as? Sin embargo, las autoridades educativas se decidieron por el nivel de primaria y secundaria para iniciar la aplicación del programa ETC.
Frente a las 3.5 o 4 horas diarias, con asistencia exclusivamente a las aulas para desarrollar el programa educativo de materias y actividades, se establecieron jornadas de 6 u 8 horas diarias, en que la mitad del tiempo se dedicaría al deporte, artes y fortalecimiento del proceso enseñanza aprendizaje (hacer tareas), además de los alimentos de mediodía. Alimentación, educación, recreación y sobre todo, seguridad en los planteles escolares donde permanecerían niñas y niños bajo la mirada atenta de los docentes que conducirían sus actividades.
Cuesta -y costaba- mucho dinero: compactar plazas; dejar un solo turno escolar, eliminando los vespertinos; instalaciones y equipos para realizar las nuevas tareas, incluyendo cocinas, etc. Pero bien valdría la pena destinar la cuantiosa inversión porque se trataba del futuro de la niñez. En la infancia se construyen las bases de la desigualdad que se prolonga muchas veces a lo largo de la vida de las personas.
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Imagínense a un/a niña/o de primero de primaria, que sale de la escuela pública a las 11:30 de la mañana, cuando su madre ya se fue a trabajar; que es recogido/a por la vecina, la abuela y que llega a su casa sin adulto alguno que supervise sus alimentos y su descanso. Que se pone a hacer la tarea en la mesa de la cocina, que sirve simultáneamente de espacio televisivo y que comparte con otros hermanos. Ruido, distracciones por doquier que le impiden concentrarse en el aprendizaje.
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Piensen ahora en un niño de escuela privada, con jornada hasta las 14:00 horas, madre que acude por él y que llega a casa con comida esperando; que, después del descanso, se apresta a realizar su tarea en condiciones óptimas de espacio. ¿Quién tendrá mejor rendimiento escolar: los de escuela pública o los del plantel privado? Esa es -o era- la brecha que pretendía cerrar el programa de escuelas de tiempo completo: dar condiciones equivalentes de entorno seguro a las y los estudiantes de escuelas públicas, más allá de la condición económica y social de sus familias.
También los derechos de las mujeres al trabajo y al desarrollo económico serían favorablemente impactados por el programa ETC, pues el Estado, a través del sistema escolar, compartiría la responsabilidad del cuidado de las hijas e hijos, en tanto las madres realizaban sus jornadas de trabajo remunerado fuera del hogar. El cuidado de las hijas e hijos es quizá la responsabilidad que limita más el ingreso de las mujeres al mercado laboral en el que, por cierto, México tiene una de las tasas de participación femenina más bajas de la OCDE. En consecuencia, diseñar y aplicar una política de cuidados de la infancia desde su primera etapa (0-4) años, niñez y adolescencia, haría posible el incremento de la participación femenina en el mundo del trabajo remunerado.
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La miope -o políticamente calculada- determinación de cancelar el programa de ETC va exactamente en sentido contrario de la implantación de un sistema nacional de cuidados que haga efectivo el derecho constitucional a los cuidados en todo el ciclo de vida de las personas. ¡Vaya ironía en un gobierno que se dice promotor del bienestar! Sus determinaciones cuestan futuro a los más vulnerables, justo a quienes dice que pretende proteger. Por lo pronto, varios estados han comprometido recursos propios para suplir el retiro del financiamiento federal a las escuelas de tiempo completo de sus entidades. ¿Marcha atrás? Lo dudo…en este sexenio. Habrá que pensar en retomar el camino después de 2024, en esta y otras cuestiones sociales.
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