De manera insistente y reiterada, se ha planteado desde diferentes espacios que no debemos permitirnos como sociedad un retorno a una forma de “normalidad” totalmente, por anómala, inaceptable. Y es que antes de la pandemia las cosas funcionaban apenas relativamente bien en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana.
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En lo que respecta a la educación, la suspensión de clases presenciales a que obligó la emergencia sanitaria, y el consecuente confinamiento en los hogares, permitió poner en su justa dimensión la profundidad de la pobreza, las asimetrías y las brechas que separan y dividen al país en cuestiones que deberían, por el contrario, ser ejes estratégicos de la cohesión social; y de hecho, para una pedagogía de la igualdad e intolerancia social a la desigualdad, la discriminación y hasta la segregación.
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El planteamiento gubernamental del retorno a la escuela presencial, ha hecho énfasis en que el proceso se llevará a cabo con base en importantes protocolos de seguridad; pero a estas alturas de la pandemia, siendo relevantes, vana resultar a todas luces insuficientes si no se articulan con otras de igual relevancia.
Se documenta cada vez más al respecto, el enorme deterioro y hasta de vandalización y saqueo que han vivido varios plateles educativos, en prácticamente todos los niveles. Situación que debe ponerse en el contexto de un sistema educativo nacional cuya infraestructura había sido insuficiente y que no garantizaba condiciones dignas para el aprendizaje para todas las y los estudiantes del país.
La Secretaría de Educación no debería dar el paso de la reapertura sin garantizarnos a la sociedad que ha invertido los recursos requeridos para una “normalidad aceptable” -no mínima- para las niñas y niños de todo el país; y esto implica que todas las escuelas dispongan de agua potable, de lavamanos y baños dignos; de espacios suficientes para evitar los contagios; además de nuevas condiciones para evitar el consumo de comida chatarra; y sobre todo, la posibilidad de construir nuevas comunidades escolares para la paz y la solidaridad.
Esto se vincula por necesidad con la ausencia de un plan de contención emocional e intervención psicológica para atender los millones de casos de niñas y niños que han sufrido maltrato o violencia en sus hogares en la pandemia; para prevenir la violencia escolar entre pares; y para garantizar que las maestras y maestros se encuentra en las condiciones psicológicas y emocionales lo suficientemente sólidas para el regreso a clases presenciales.
No debe olvidarse la enorme presión a que fue sometido el magisterio nacional; y que las maestras y maestros han enfrentado la pandemia en una compleja doble dimensión de educadores, pero también, en cientos de miles de casos, como jefas y jefes de familia que han tenido que enfrentar las dificultades del alumnado, de generar empatía y en no pocos casos, padecer la tristeza compartida con el alumnado, y al mismo tiempo, ser pilares de sus familias.
No hay evidencia de que haya además siquiera un diagnóstico de los entornos de las escuelas, los cuales sin duda indicen en la posibilidad, o no, de un regreso seguro a las escuelas, en todas las dimensiones que debe hablarse hoy de la seguridad en torno a la educación: desde la no presencia de establecimientos de venta de comida chatarra, cantinas o billares, en los términos que establece la Ley, hasta las condiciones de dignidad y seguridad del territorio.
El gobierno de la República debe trabajar de una manera acelerada en la construcción de una estrategia nacional, coordinada con entidades y municipios, para transitar hacia otra educación; una que responda a los criterios contenidos en el Artículo 3º constitucional y que se constituya desde la perspectiva de los derechos de la niñez. No hacerlo y fallarle otra vez a las niñas y a los niños será un despropósito ético para el que no hay más espacio en México.
Investigador del PUED-UNAM
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